Por Tomás Eloy Martínez
El periodismo ha sido para mí un largo aprendizaje que todavía no cesa. Desde muy niño sentí la necesidad de que me contaran historias. Las imaginaba, pero no me creía capaz de escribirlas. Lo que yo conocía del mundo se abría en un delta de preguntas por el que navegaba tratando de saber más y más. Nada saciaba mi capacidad de asombro ni mi voluntad de investigación. A los 16 años empecé a estudiar Letras, pero el mundo que trataba de ver era mucho más vasto que las lecturas de los claustros. En el periodismo, en cambio, se luchaba por Stalingrado, se sucumbía bajo los tres millones de grados de Hiroshima, se discutía a Faulkner y a Bertrand Russell, se descubría a Borges y al Ortega y Gasset que había pasado por Buenos Aires dictaminando que la Argentina, mi país, vivía en estado de promesa, una promesa interminable aferrada a un futuro que estaba a la vista aunque jamás llegaba. Desanimado por los griegos y los latinos que me asestaban en la Facultad, quise abrir un paréntesis y me postulé para una plaza de reportero en LA GACETA, el diario de mi ciudad natal, Tucumán. Tuve la fortuna de que me aceptaran como corrector de pruebas, lo que me permitió compartir las jornadas de trabajo con filósofos e historiadores apartados de sus cátedras por el pensamiento único del peronismo gobernante. En esa primera academia recibí invalorables lecciones de pensamiento e indagación de la realidad.
Más tarde, cuando me encomendaron la escritura de mis primeras crónicas, tropecé con los cerrojos de la pirámide invertida y con la obligación de dar una versión plana, casi estadística de los hechos. La imaginación estaba prohibida. No se aceptaba que la verdad fuera tan vasta como los seres que se bañaban en ella, y que en las aguas de ese río todo mudara de luz a cada instante, y que las palabras, aunque fueran las mismas, nunca dijeran lo mismo. Pude volver así a mi pasión original.
Como informar con llaneza y alinear los hechos en un orden militar era para mí empobrecerlos y deslucirlos, lo que hice fue narrarlos. Me aferré a una tradición que llevaba ya casi un siglo en América Latina y que encontraba su manantial de origen en los escritos que José Martí enviaba desde Nueva York a La Nación de Buenos Aires y a La Opinión Nacional de Caracas, en los estremecedores relatos de Canudos que Euclides da Cunha compiló en Os Sertoês y en los escritores testigos de la revolución mexicana. Esa tradición se reflejaba también en los reportajes políticos de César Vallejo, en las reseñas sobre cine y libros que Jorge Luis Borges publicó en Crítica y El Hogar, y en los cables delirantes que Juan Carlos Onetti escribía para la agencia Reuters. Si lo que yo quería era narrar la realidad con imaginación, allí, en esa larga tradición, estaba la respuesta.
Advertí entonces que todos, absolutamente todos los grandes escritores de América Latina fueron alguna vez periodistas. Y a la inversa: casi todos los grandes periodistas se convirtieron, tarde o temprano, en grandes escritores. Esa mutua fecundación fue posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca fue un mero modo de ganarse la vida sino un recurso providencial para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo el apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en el más decisivo de sus libros. Sabían que, si traicionaban la palabra hasta en el más anónimo de los boletines de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el gacetillero indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz.
El periodista no es un agente pasivo que observa la realidad y la comunica; no es una mera polea de transmisión entre las fuentes y el lector sino, ante todo, una voz que ayuda a pensar la realidad, reconocer las emociones y las tensiones secretas de la realidad, entender el por qué y el para qué y el cómo de las cosas con el deslumbramiento de quien las está viendo por primera vez.
Solo es posible cumplir con esas consignas cuando, ante la pantalla en blanco, el periodista se repite una y otra vez: "Lo que escribo es lo que soy, y si no soy fiel a mí mismo, no puedo ser fiel a quienes me leen". Solo de esa fidelidad nace la verdad, aunque de la verdad nacen también los riesgos.
Una de las secretas fuerzas del periodismo verdadero es su capacidad para fortalecerse en la adversidad, para soslayar las censuras y las mordazas, para cantar cuatro verdades y seguir siendo incorruptible e insumiso cuando a su alrededor todos callan, se someten y se corrompen.