Alejo tiene 9 años y una vida agitada. Sus padres, que ya pasaron la treintena, quieren que su hijo esté entrenado para los complejos y convulsionados desafíos del siglo XXI. Por eso lo atosigan de actividades: por la mañana y algunas tardes, escuela; los martes y jueves, inglés; los miércoles y viernes, arte; los sábados, escuelita de fútbol (por eso de que, en cuerpo sano, mente sana) y los lunes, teatro. Al final de cada día, Alejo es un despojo. Sin embargo, sus progenitores consideran que los niños también deben leer historias de ficción para poder desarrollar su intelecto, de manera que antes de acostarse, su padre le lee alguna fábula de Esopo o un cuento de María Elena Walsh. Al otro día, Alejo no sólo no recuerda la historia que le leyeron, sino que huye de cualquier libro que cae en sus manos. Conclusión: la lectura debe ser un placer, nunca una imposición. Tal vez por eso, los hábitos de lectura han cambiado tan radicalmente.
Hoy es casi un cliché afirmar que los chicos leen cada vez menos. Sin embargo, la Fundación Leer, encargada de la organización de la IX Maratón Nacional de Lectura, reveló que más de 80.000 chicos tucumanos participarán este año en la convocatoria. Un dato más que auspicioso porque permite suponer que en la vida de un niño no todo es internet, juegos on line y televisión como se cree. Lo que sucede es que muchas veces no se le hace sentir al niño que un libro es, como decía Ralph Waldo Emerson, un objeto mágico que cobra vida cuando es hojeado. Es decir, cuando es leído. Y ese objeto es capaz de describir aventuras tan maravillosas como las que cuenta Steven Spielberg a través del cine. Sólo es cuestión de que tanto padres como educadores, sepan poner al chico ante el libro correcto. Yo recuerdo haber leído en la escuela primaria el "El Quijote" y, también recuerdo con absoluta nitidez, el rechazo y el aburrimiento que sentí cuando me obligaron a comentar en clase las desventuras del caballero de la triste figura. Con los años aprendí a descubrir la poesía que encierra esa obra fundamental y volví a ella, mucho más maduro y consciente de lo que iba a encontrar en sus páginas. Lo mismo me ocurrió, en mis años de estudiante de periodismo, con el "Ulises", de James Joyce. "¿Cómo no leer semejante joya de la literatura?", me preguntaba, mientras intentaba hacer esfuerzos para llegar a la página 20. Debo confesar que lo leí a conciencia y lo disfruté, recién hace un par de años, cuando la literatura inglesa comenzó a despertar cierto escozor en mi alma.
El problema radica entonces en cómo se puede navegar en el inmenso océano de la lectura sin perder el rumbo y las ganas. ¿Qué se puede leer, por ejemplo, en los ratos de ocio? ¿Cómo se puede incrementar el hábito de la lectura? Según Jorge Luis Borges, hay que leer aquello que despierte interés. Porque hay libros que no han sido escritos para uno. Entonces hay que dejarlos y leer otro que realmente nos hable. De nada sirve sumergirse en el denso mundo del "El tiempo perdido" de Marcel Proust o en las aventuras del "Martín Fierro" sólo porque se trata de clásicos literarios o porque han sido recomendados por un intelectual famoso. La lectura es, antes que nada, un goce estético. Una actividad individual que nos lleva a un mundo preexistente cuya riqueza puede perderse en el momento justo en el que los libros se desencuentran con sus lectores. Como sucede con los niños que son obligados a leer ciertas historias "porque están de moda". Es precisamente gracias al lector que William Shakespeare vuelve a la vida para relatarnos la trágica historia de "Hamlet", y Gabriel García Márquez reitera la maravillosa y extraña saga de la familia Buendía en "Cien años de soledad". Esa es la verdadera magia de los libros que todos deberíamos recuperar.