El afán por llegar se siente en las pantorrillas, se percibe en los pulmones, se puede palpar en la planta de los pies, se oye en la respiración agitada y se nota hasta en el sudor de la frente. Para dar con la cueva en la que vive don PedroMarcosMamaní hay que caminar más de dos horas desde San Pedro de Colalao hacia el oeste. Es tan lejos que, en el trayecto, se cruzan tres ríos y un arroyo. Se sube por un sendero pedregoso y desolado. Algunos bikers hacen ese recorrido sobre ruedas, pero sólo hasta el sitio conocido como "El Puente del Indio". El camino no termina ahí, sino que hay que seguir un trecho de unos 40 minutos más arriba, por una senda sin marcas y rodeada de las más absoluta soledad.
No es fácil llegar, por eso se recomienda emprender el trayecto en compañía de un lugareño. Carlos Mamaní, nacido y criado en la villa veraniega, es el guía que acompaña esta expedición. La caminata comienza después del mediodía. Quienes lo visitan de vez en cuando, saben que no pueden llegar con las manos vacías. Unos cuantos atados de cigarrillo, yerba para el mate, coca y bicarbonato siempre son bien recibidos por el hombre que vive casi como un ermitaño.
En el camino, las hojas secas crujen debajo de los pies y el sol de la siesta se cuela entre los árboles, mientras unos cuantos caballos se refrescan en el arroyo Los Morteritos, por donde baja apenas un hilo de agua. De pronto, en la mitad del camino aparece don Pedro con una escopeta en la mano. Un gorro de lana le cubre la cabeza, viste pantalón de jean claro, una camisa azul, calza zapatillas y lleva un morral colgado a la cintura.
"Don Pedro -dice el guía, después de saludar- ellos quieren ir a ver la cueva". Entonces regresa a su guarida encabezando la fila en la ladera de la montaña. Don Pedro camina con la misma pachorra de las cabras, pero sube por los cerros con la vitalidad de los toros. Le sobra tanto aire en los pulmones que, mientras va trepando la montaña, es capaz de conversar como si estuviera en la mesa de un bar con amigos. Habla, y sigue hablando a cada paso con total naturalidad. Explica cómo hace para cazar pavas del tamaño de una gallina y que, después de quitarles las plumas, van a parar al fuego de leña.
Es capaz de escuchar, a la distancia el gruñido del chancho del monte y no teme enfrentarse al león (los lugareños llaman así al puma). Se alimenta de lo que caza, aunque a veces baja a la villa de San Pedro y regresa con lo mínimo indispensable en mercaderías.
En la frontera
Cuando deambula por la plaza de San Pedro de Colalao, la gente dice ahí va Pedro Luca, pero nadie sabe quién le cambió el nombre. La soledad es su compañera de vida. Cuando don Pedro llegó al mundo, hace 74 años, su madre murió en el parto. Uno de sus abuelos se ocupó de la crianza. En aquel tiempo ya mostraba su carácter solitario: a los 15 años partió de San Pedro de Colalao para recorrer el norte argentino.
Pasó por Metán, después se instaló en Aguaray, más tarde en Campo Durán, también en Pocitos y, al final, cruzó la frontera hasta llegar a Tarija, en el sur de Bolivia, donde vivió más de una década. Después de haber cumplido 30 años regresó un día a su terruño y eligió vivir en la cueva, de donde no piensa salir. "A mi me gusta la cacería -dice don Pedro, mientras enciende un cigarrillo-. Aquí estoy tranquilo, además el ser humano es peor que los bichos", agrega dando a entender que así nadie lo molesta.
Frunce la nariz en cada pitada y muestra las trampas de hierro forjado que usa para atrapar al puma, el más peligroso de los bichos. "Guarda el perro si se le llega a escapar -advierte-, hay que taparla con basurita, con tierrita... el bicho viene confia?o y ha meti?o la pata y ha sona?o".
Está solo, pero no desamparado. Vive aislado, pero no incomunicado. Una vez al mes baja a la villa para cobrar una pensión, que cambia por comestibles y algunas herramientas. Dentro de la cueva armó una estructura con troncos de chalchal que sostienen improvisados estantes donde guarda cachivaches, como le gusta decir. Entre las maderas cuelga jarrones, ollas, alambres, herramientas para el cultivo, un par de botas, maíz, semillas, trampas, zapatos viejos, y bolsitas con especias.
En un extremo hay un catre estropeado con viejas frazadas y en la entrada siempre hay fuego a leña. "Nunca mi? enferma?o, solo mi? quebra?o el brazo -recuerda- en una peña por jodé? con los animales. Pero y sana?o con yeso". Dice que para no aburrirse en la cama se levanta a las cuatro y después, a las seis, cuando ya está claro, empieza a andar por el monte. Nunca tuvo mujer ni hijos. "Como se dice soltero nomás -detalla-, a veces me paso un rato con un vino y después me voy a la cacería de bichos".
Cada vez que sale a cazar lleva un amuleto hecho con patas de corzuela atadas con hilos. "Eso se inventa uno pa? no volvé? con las manos vacías", explica, mientras remueve el fuego y el humo envuelve toda la cueva.
Con los "bichos"
Afirma que no siente frío, porque ya está acostumbrado. También suele plantar algunas verduras. "Tengo que esperá? que empiece a amortiguá? el frío", asegura. Para obtener agua, don Pedro camina hacia un madrejón, unos 100 metros arriba de la cueva. "Esta agua es pa? llevarla a Buenos Aires", dice presumiendo de la pureza del líquido.
Está decidido a seguir en la cueva, solo, cerca de los bichos. "Sí, hago de cuenta que la propiedad es mía nomás -dice, mientras se seca la boca con la manga de la camisa-, y ya cuando sepa que estoy por morirme, ya me voy acercando pa?l pueblo. Antes de que llegue el momento me voy pa? allá".
Pero aclara que todavía no piensa en la muerte. "Noooo -dice susurrando-, todavía hay que esperar al destino. Por eso hay que aprovechá? la vida, y cuando el señor, Diosito, me pregunte cómo he vivi?o le voy a decir: bien. Que i? toma?o vino. Que i? anda?o por a?i. Y que trabaja?o por a?i, que mi? hecho de herramientas y un par de pesos, también. Eso es lindo -insiste, soriente-. Qué más puede sé? lindo, amigo".