"Y, bueno, el martes de la semana pasada me entraron dos tipos por ahí abajo. Ahora le?i puesto unos plásticos. Uno me robó sillas y colchas. Pero el otro se quiso abusar de mí, ¿sabe? Me tapó la boca y me puso una pistola en la cabeza. Y cuando se desprendió el pantalón, yo agarré el machete que tengo al lado de la cama y le pegué ahí... en medio de las... piernas. Entonces él me gatilló tres veces, pero no le salió el tiro. Después le gatilló a mis chiquitos. Y tampoco. Me dijo que yo voy a pagar por lo que le?i hecho. Y se fue".

Doris Olea, de 25 años, narra el horror con tono casual, sin afectación, mientras toma con una mano a su niña de seis ("tiene problemas de riñones: sólo puede tomar leche especial recetada") y trata de aferrar con la otra a su escurridizo pequeño de cuatro ("por suerte, sanito"). El espanto que detalla sin escándalo es su respuesta a la pregunta ¿cómo se vive siendo vecina de un matadero?, que LA GACETA le hace en el barrio Tiro Federal, en lo que iba a ser el segundo capítulo de una serie de notas identificadas como Vivir al lado de...

Bordes
Doris habla con la tranquilidad de quien ha naturalizado el oprobio. Y la ignominia asumida en esa zona de San Miguel de Tucumán, distante no más de 30 cuadras del centro, es la miseria en su forma más pura. Una que pasa casi hasta inadvertida en su relato: entraron dos tipos por ahí abajo. Porque Doris vive en una caja de madera grande. Una precaria casilla elevada un metro sobre el piso, que habilita ingresos por las más inverosímiles latitudes. Ese cuartito, por cierto, es la buena noticia. La mala es lo que les toca a las otras 25 familias que se instalaron al lado. A lo largo de 300 metros, en una línea paralela a la calzada de la autopista Capital-Famaillá, viven y duermen dentro de estructuras casi indecible. Son cuatro palos (a veces, ramas) clavadas en la tierra, formando un cuadrado de dos metros de lado. Y por paredes y techo, plástico. Tras mucho negociar con el diccionario de la Real Academia Española, se les puede llamar taperas. Exagerando, por supuesto.

Tienen adentro algún pedazo de goma espuma a modo de colchón para los niños (todo el lugar está lleno de chicos). Los adultos duermen en el piso de tierra. El olor del matadero es un recuerdo de verano, gris pero lejano. La fetidez de los caballos, en cambio, es impregnante aroma a Jardín de la República. Eso sí, nada comparado con la sofocación que emanan las aguas servidas (tan festejada por el mosquerío), que según los vecinos cubren a veces calles enteras: las mismas donde ahora los críos juegan encarnizadamente a la bolilla.

El frío no se siente: se vive. Y se ve. En los hombres con camperas delgadas y manos en los bolsillos. En las mujeres con buzos raídos y labios morados. En los pequeños verdaderamente mocosos. Con las caritas todas paspadas.

A ellos, la Sociedad, el Modelo, el Sistema (y sigue la lista de modernos chivos expiatorios de los tucumanos) los dejaron, literalmente, en la banquina. A escasos 10 metros, cuneta de pastos mediante, autos, motos y camiones corren hacia el sur a toda velocidad.

Borrosos
La línea entre lo público y lo privado, en el barrio Tiro Federal, probablemente se desdibujó con las inundaciones de febrero. Hoy, lo que era un predio reservado como espacio verde es el terreno donde se aposentaron varias familias. Más al fondo, muchos grafittis de candidatos a legisladores y a concejales (en esta barriada, todo está pintado de color político) se encuentran detrás de una alambrada. Y el cordón cuneta, cuando no es un incoherente islote de hormigón que sólo sirve para apañar zanjones profundos, es propiedad de los nuevos ranchos de plástico, que los usan como vereda frontal. El patio es la berma de la ruta.

"Duermo acá y a la mañana guardo la cama en lo de mi papá, porque salgo con el carro y no queda nadie. Estos días, mis hijas duermen en lo de él porque hace mucho frío. Pero ahí ya no hay lugar: viven mis dos hermanos, con sus familias", cuenta Néstor Fabián Rodríguez, 23 años, desempleado, padre de una niña de dos y de otra de uno, viudo: su mujer murió de un cáncer que él no alcanza a precisar.

A la par, Daiana Torres (19), cara de niña, jogging finito, vientre de octavo mes de embarazo, vive sola desde hace tres semanas en su cubículo de nylon, aún sin hacer caso de la orden de internación.

En la misma banquina, las hermanas Juárez se hallaban antes en tolderías separadas. Una tenía "tres paredes sueltas" de madera. La otra, sólo plástico. Este frío de julio en los huesos las convenció de fusionar los materiales, por así decirles. Entonces Micaela Ruth, de 23, mamá de Iván Exequiel, de cuatro, sacó sus bolsas y revistió con ellas la tapera de Erika Beatriz, de 19, que tiene dos nenitas: Morena del Valle, de 3, y Sheila Rocío Rivadeneira, de un año.

El número de DNI de Micaela es 33.697.576. El de su hermana, 35.814.797. Ellas mismas le piden a LA GACETA que por favor los apunte, "por las dudas". Porque, a estas alturas, los vecinos no saben muy bien qué está pasando, pero conocen que hay un tipo de corbata hablando con la gente y tomando nota de lo que le dicen. Así que salen de los tolderíos y se acercan a pedir, por favor, que los anoten a ellos también. Que no los dejen afuera de la "lista". Inclusive, después de que les explican que no se trata de un asistente social ni de un político sino de un periodista: "no importa: pongamé a mí". Para contar sus dolores, los pobres tienen nombre y apellido. Los que no lo son, piden "reservas" hasta para "denunciar" baldosas flojas.

Señas
En un "lote" del borde de la autopista está calzando sus cuatro ramas Silvana Medrano (25), que se asentará durante la semana que viene con sus cuatro hijos de nueve, ocho, seis y uno. "Yo me quiero ?mudar? ahora pero no tengo qué poner", reconoce. Y clarifica, con ello, que "desposeído" no es sinónimo de pobre: el que no tiene ni plástico para forrar cuatro palos nunca poseyó nada.

"Contale al señor que sos viuda", la aconseja una vecina. Ella asiente. Cuando se le pregunta por las causas del deceso de su esposo, contesta: "No: él se ha muerto". Parece una respuesta a una pregunta mal formulada o mal oída. Va de nuevo: "¿de qué se murió tu marido, Silvana?". La respuesta no cambia: "él se ha muerto". La misma vecina, entonces, traduce. "Se suicidó. Muchos se matan. Mire cómo viven... Y no tienen trabajo...".

"Eso", asiente Silvana. Y, mientras lo explica con la mímica de sus manos que se van cerrando sobre su cuello, lo dice: "se colgó".

El matadero, en San Miguel de Tucumán, queda detrás del matadero.