Sarmiento, presidente de los argentinos entre 1868 y 1874,  fue un estadista en el cabal sentido de la palabra. Comprendió profundamente  los problemas del país y supo darles soluciones, no coyunturales, sino pensadas en su trascendencia futura. Analizó críticamente la realidad de su patria. Valoró sus potencialidades y se dolió de sus frustraciones. Lo hizo desde una doble  experiencia: la pueblerina de San Juan y la internacional de sus viajes por Europa y Estados Unidos. Quiso hacer de Argentina una nación moderna, integrada al mundo civilizado, habitada por gente próspera, ¿pero cómo era  la realidad?
En septiembre de 1869 tuvo los resultados del censo que ordenó levantar, el primero del país: Había 1.830.214 habitantes, ¡menos de uno por kilómetro cuadrado! Es decir que era un país semidesértico, con  ciudades aisladas entre sí, dispersas  por vastedades improductivas. Pero había un dato más grave aún. El 71% de los habitantes mayores  de seis años era analfabeto y el fenómeno iba acompañado de males de vieja data: El primitivismo de una economía generadora de pobreza porque sofocaba las potencialidades del hombre y de la naturaleza. La supervivencia del caudillismo y la anarquía como prácticas políticas y sociales. La distribución de la tierra con la  existencia de enormes latifundios, propiedad de una sola familia, dedicados casi exclusivamente a la ganadería en detrimento de la agricultura. El aislamiento del país ante el mundo. Desde joven, Sarmiento se preguntó cuál era la causa de la persistencia de esos males y siempre concluía en la misma respuesta: La ignorancia. Su remedio era la educación sin la cual no podría construirse la Argentina que ambicionaba, consciente  del potencial que ella atesoraba y que sólo la educación permitiría desarrollar en plenitud.
Por eso el meollo de su acción de gobierno fue Educar al soberano, al pueblo, para que supiera elegir  gobernantes idóneos y construirse una vida digna. La llevó a cabo desafiando  oposiciones e ingratas circunstancias con resultados que se vieron en el prestigio internacional que ganó Argentina y en cifras reveladoras de un asombroso crecimiento en diversos órdenes, que la pusieron a la cabeza de Latinoamérica y atrajeron la inmigración pobladora del país.
Fue en el campo de la educación pública -con la colaboración del ministro Avellaneda- donde su obra alcanzó  mayor trascendencia: Escuela primaria para todos los niños con inauguración de 800 establecimientos, y si en 1868 eran 30.000 los alumnos, en 1874 sumaban 100.000. Escuelas  para  adultos y en cuarteles y cárceles, Bibliotecas Populares, Colegios Nacionales, Escuelas Técnicas, Academia de Ciencias Naturales,  el Departamento Topográfico, donde se  trazaron los primeros  mapas de la República. Trajo maestras estadounidenses y profesores europeos para suplir la falta de docentes.

La mujer
En su obra educativa hay algo que deseo remarcar por su enorme significado social y humano: Valoró a la mujer como pocos lo hicieron hasta entonces. La valoró como ser pensante y le abrió las puertas para salir de las limitadas opciones de vida en que se la encerraba desde hacía siglos: ser esposa, monja? o solterona. Insistió en su educación por  considerarla agente civilizador fundamental y vaticinó que en las universidades, hasta entonces reducto masculino, un día cercano las mujeres serían mayoría. Creó Escuelas Normales para formar no sólo maestros, sino también maestras, produciendo una profunda reforma social al permitir a las mujeres tener una profesión digna,  con acceso a la emancipación intelectual y económica.
Este espacio es exiguo para ponderar la obra de este coloso llamado Sarmiento a quien los argentinos le debemos -entre muchos otros beneficios- la implantación de la Educación Pública, que deseamos reaccione del deterioro en que se encuentra, deterioro que a él le causaría profundo dolor porque en el tiempo actual, más que nunca, un pueblo educado es la riqueza máxima de una nación. © LA GACETA