Por Irene Benito
Para LA GACETA - Madrid
Las palabras, de ordinario tan desorganizadas y rebeldes en el discurso oral, se comportan en la boca de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) como si fuesen partículas sumisas a los cosmos literarios y ensayísticos por él creados, fusiones inexorables de los textos leídos y los alumbrados. "La civilización del espectáculo -truena el novelista- se corresponde con un mundo cuya primera posición en la tabla de valores vigente está ocupada por el entretenimiento; donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal".
El escritor tiene la responsabilidad de cerrar la asamblea anual de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), celebrada en octubre de 2008, en Madrid. El arequipeño (cuya altura, delgadez y fama imponen respeto y silencio) llena el encargo con un pregón crítico sobre esa natural propensión a pasarlo bien que, convertida en un valor supremo, origina consecuencias inesperadas. "La banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad y, en el campo específico de la información, la proliferación del periodismo irresponsable, el que se alimenta de la chismografía y el escándalo", enumera.
El disertante se dirige a una platea de periodistas, editores, directores y empresarios de los medios de comunicación del hemisferio. En el ambiente pesan hondos y anchos interrogantes sobre el futuro de una prensa mundial acosada por la crisis, las nuevas tecnologías y los cambios de preferencias de los lectores. El autor de Pantaleón y las visitadoras (1973) cree que, en gran medida, la causa de ese estado de perplejidad obedece al imparable avance de eso que José Ortega y Gasset llamaba "el espíritu de nuestro tiempo": "un dios sabroso, regalón y superficial al que todos, sabiéndolo o no, rendimos pleitesía desde hace medio siglo. Y cada día más".
Una trampa
La democracia debía garantizar el acceso universal a la cultura mediante la educación, pero también la promoción y la subvención. En esa filosofía altruista y loable advierte Vargas Llosa la inoculación del indeseable efecto de la trivialización y el adocenamiento de la vida cultural: "donde cierto facilismo formal y la superficialidad de los contenidos se justifican en virtud del propósito cívico de llegar al mayor número. La cantidad a expensas de la calidad".
El posterior triunfo de la acepción del discurso antropológico ("la cultura comprende a todas las manifestaciones de una comunidad") ha conllevado la reducción del concepto a una manera divertida de pasar el rato. Vargas Llosa matiza: "la cultura, desde luego, también es eso. Pero, si es sólo eso, se desnaturaliza y se deprecia. Todo lo que forma parte de ella se iguala -advierte- y se uniformiza al extremo de que una ópera de Wagner, la filosofía de Kant, un concierto de los Rolling Stones y una función de Cirque du Soleil se equivalen".
El ganador del premio Cervantes entiende que no es casual que la literatura más representativa de la época sea la light, es decir, la leve y fácil. "Una literatura que, sin en el menor rubor, se propone, sobre todo y ante todo, entretener. Si en nuestras épocas no se emprenden aventuras literarias tan osadas como la de Joyce, Mann, Proust y Faulkner, es porque la cultura en la que vivimos no propicia, más bien desanima, los esfuerzos denodados que culminen en obras cuya lectura exija un esfuerzo intelectual casi tan intenso como el que las hizo posible", reprocha. Y sentencia: "los lectores quieren libros fácilmente asimilables. Y esa demanda se convierte en un poderoso incentivo para los creadores".
Desaparición de la crítica
También se queja de la desaparición de la crítica en los medios de comunicación. "No es casual", razona. Y añade con nostalgia: "es verdad que la prensa más seria todavía publica reseñas de libros, de conciertos y de obras de teatro. Pero, ¿alguien lee a esos paladines solitarios que tratan de poner cierto orden en esa selva en que se ha convertido la oferta cultural de nuestros días?" Vargas Llosa recuerda que la crítica desempeñó un papel central hasta hace poco: "asesoraba a los ciudadanos en la difícil tarea de juzgar lo que veían, oían y leían. Hoy es una voz en extinción a la que nadie hace caso salvo cuando se convierte también ella en diversión y espectáculo".
El vacío que han dejado los críticos está siendo llenado por la publicidad. El último ganador del Premio Internacional Don Quijote considera que ella es no sólo una parte constitutiva de la cultura, sino su vector determinante. Denuncia: "los anónimos creativos de las agencias son los mandarines de la época. Cuando una cultura envía el ejercicio de pensar al desván de las cosas pasadas de moda, y sustituye las ideas por las imágenes, los productos culturales pasan a ser aceptados y rechazados por las técnicas publicitarias y las preferencias de un público que carece de defensas intelectuales y sensibles para detectar los contrabandos y extorsiones de que es víctima".
El arte, la literatura y el cine ligeros dan la impresión al espectador de ser cultos, revolucionarios, modernos y de estar a la vanguardia con el mínimo esfuerzo intelectual. Vargas Llosa entiende que, de ese modo, esta cultura, que se supone de avanzada, en verdad propaga el conformismo a través de sus manifestaciones peores: la complacencia y la autosatisfacción.
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Irene Benito - Abogada, periodista de LA GACETA.