Por Irene Benito
Para LA GACETA - Tucumán
El libro es un objeto, pero también un concepto. Como lo primero, está atado a los atributos materiales (papel y tinta) que definen su condición de cosa física; el volumen (con forma y peso propios) que cabe en un estante y que, apilado junto a otros volúmenes parecidos, construye una entidad mayor denominada biblioteca. El libro como concepto hace referencia a la obra intelectual, a las ideas y sentidos que el autor ha exteriorizado por medio de la escritura. La lectura aprehende el concepto a partir del objeto, pero el episodio táctil no hace a la esencia de leer: la página más delicada y mejor escrita de la historia (si acaso existiese) no vale un maravedí sin el proceso de intelección de su significado.
El libro electrónico es, sobre todo, un concepto. La obra intelectual se independiza de su soporte original, pero esa emancipación no es suficiente para quitarle la categoría de libro. El concepto trasciende al objeto que históricamente ha asegurado -aunque con riesgos- la permanencia del contenido y se corporiza en otros dispositivos revelando la naturaleza maleable de su esencia. El hombre puede crear nuevos formatos para el libro -que, aparentemente, aniquilan el objeto- y, sin embargo, nunca romper el concepto.
El hábito de la lectura empareja al lector radicado en Nueva York con el de San Miguel de Tucumán. La afición por la literatura los une más allá de sus peculiares intereses, idiosincrasias, culturas y lenguas, como el amor por el fútbol conecta al hincha del club de La Ciudadela con el forofo del Atlético de Madrid. El lector tucumano y el neoyorquino pueden llevar las mismas existencias literarias (sentirse en la piel del protagonista de la novela que devoran a hurtadillas, soñar despiertos con el desenlace de la historia y llorar cuando esta concluye sin final feliz) porque la vivencia de la ficción pertenece a todos los hemisferios mentales.
La lectura es única y múltiple a la vez, acción singular y plural ejecutada por el lector y todos los lectores del mundo. El acceso al libro, sin embargo, está rigurosamente organizado de acuerdo con leyes del mercado que sí distinguen al lector de Nueva York del de Tucumán en cuanto a que uno tiene a mano y en su idioma todo lo que produce la industria editorial, y otro lee lo que llega a sus manos por decisión de los cinco libreros de la provincia.
La brecha se ensancha más en el caso del material que jamás se publica en español porque no representa un negocio atractivo -pasó hasta con las obras de Herta Müller, la escritora rumana que el año pasado obtuvo el Nobel- y respecto del precio de las obras, que siempre (y otra vez por efecto del mercado) son más baratas en Estados Unidos que en Argentina, sin considerar que el libro usado dispone allí de un extraordinario circuito de comercialización alternativa.
El país de William Faulkner, además, es célebre por la obesidad y la envidiable actualización de su sistema de bibliotecas públicas, que proporcionan el placer de la lectura gratuita a ricos, pobres e hipotecados. En el país de Jorge Luis Borges, el que no tiene dinero ni come ni lee, y las bibliotecas se jubilan de pena.
Un lector (que escribe y muy bien) sueña con cumplir el rito del narrador argentino Rodrigo Fresán, que cada vez que puede y los astros se lo permiten, pone rumbo a la esquina de Broadway con 12th Street, y se persigna y entra a la librería The Strand, en el East Village de Nueva York.
La tienda es célebre por sus 18 millas de libros, y esta aclaración basta para explicar la fascinación religiosa de Fresán, y la fantasía idílica del lector de marras.
El Kindle no es The Strand ni jamás podrá serlo. The Strand es una experiencia mística; el Kindle, (¿¡sólo!?) un aparato más liviano que un volumen de bolsillo -y tan delgado como una revista- con capacidad para almacenar 1.500 libros electrónicos.
Una jornada de lectura en la conmovedora y monumental Biblioteca Nacional de España (BNE) nunca podrá compararse con un empacho de Kindle. Y nunca deberían: la madera, el terciopelo, los tapices, los manuscritos, las primeras ediciones y rarezas del palacio que aloja a la BNE son la expresión de la belleza misma, mientras que el dispositivo que fabrica la firma estadounidense Amazon se conforma con proponer un ejercicio de practicidad.
La belleza no está necesariamente reñida con la practicidad ni viceversa, pero Madrid está lejos y aunque quedase a la vuelta de la esquina, pocos privilegiados disponen de la motivación suficiente para pasar el día en su biblioteca. El Kindle, en cambio, concreta la sensación de inmersión en cientos de miles de libros al realizar la utopía del lector que acarrea consigo todas las obras que impactaron en su itinerario vital.
No es poco para un dispositivo cada vez más barato (en mayo, $1.021; en septiembre, $745), que ofrece desde cualquier punto del planeta un acceso directo -sin conexión a internet- a la tienda virtual de Amazon donde cada uno de sus 450.000 títulos cuesta, en promedio, la mitad de lo que vale su correspondiente versión impresa en inglés y español, si es que existe la traducción.
La prestación incluye ofertas de suscripciones a los principales diarios y revistas del mundo (el semanario The New York Times Book Review, por ejemplo, "llega" al Kindle por $ 17 mensuales), y descargas gratuitas de los clásicos que están en el dominio público.
Pero tal vez la mejor parte de este invento es que jerarquiza la figura del autor al prescindir de la participación de los intermediarios del negocio editorial. Los libros electrónicos cuestan menos porque su costo de producción es menor -desaparece la dependencia del suntuoso papel, pero, sobre todo, caen las cuantiosas comisiones- en un esquema donde el escritor "autogestiona" su relación con los lectores y la divulgación de la obra no está subordinada al mezquino espacio físico disponible en una librería (y a la norma de exhibir lo que se vende más, que pocas veces coincide con el material de mejor calidad).
El resentimiento de los intermediarios -lógicamente disconformes con la proyección negativa de su negocio- ha inspirado muchas de las críticas formuladas al Kindle y sus hermanos. Los anticuerpos son comprensibles: el papel es el formato que mayor seguridad y vigencia ha ofrecido históricamente a la obra escrita, como afirman Umberto Eco y Jean-Claude Carrière en Los libros no morirán nunca (2010).
Una industria formidable se ha desarrollado al calor de esa propiedad, hasta el punto de crear la impresión de que objeto y concepto no pueden existir de manera separada.
La máquina para leer libros electrónicos no puede competir con el libro de papel en aquellos casos donde la innovación no aporta ningún plus. Todavía es más fácil imaginar que el hábito de la lectura surgirá con un volumen ilustrado y crujiente de las Fábulas de Esopo que con un Moby Dick digital, aunque las nuevas generaciones son justamente nuevas por su habilidad para cambiar las tradiciones.
Además, el dispositivo simplifica y amplía el acceso a la literatura, pero no tiene el poder de crear nuevos lectores, potestad que permanece en la órbita de competencia de la familia y la escuela. Y su vínculo con una tecnología que nunca cesa de fabricar nuevos modelos y mejores versiones lo expone al riesgo de la rápida obsolescencia.
Pero el lector empedernido, que amontona obras como otros acumulan billetes en una cuenta bancaria, el que corre peligro de morir enterrado por un pila de tomos o de morir de tristeza si un incendio devora su tesoro, el que sufre si extravía o presta un ejemplar -y más sufre si el adagio aplicable a esta hipótesis se cumple y no se lo devuelven-, no puede sino sentirse aleccionado por un aparato diseñado para alimentar su inagotable adicción.
La lectura hace al hombre susceptible de apropiarse de todo lo que la humanidad ha sido capaz de escribir: la sofisticación, la sencillez, la rima, la retórica, la ternura, la crueldad, la ficción, la ciencia, la historia, el absurdo, la lógica, la fe, el ingenio, la aventura, el desconcierto, la locura, el silencio y un etcétera infinito e inabordable. En la suma de la inventiva literaria, en aquel lugar impreciso, vago y lejano, los textos se mofan del papel y los dígitos mientras esperan al lector que los sacará del aburrimiento. ¡Y cómo sufren de indiferencia y postergación, y cómo se ponen verdes de celos cuando es otro el libro elegido!
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Irene Benito - Abogada,
Periodista de LA GACETA.