MADRID (Por Juan José Domínguez, de LA GACETA).- La repercusión del caso del joven que agredió a otro en un subte de España debe vincularse sin rodeos con el hecho de que las imágenes, aunque parecen escenas de una película de Quentin Tarantino, son tan brutales como reales, y la paliza se perpetró un ámbito público y cotidiano como el metro de Madrid, en el que viajan a diario 2,5 millones de personas. Sería desacertado relacionar este desagradable suceso con la aparición de brotes de violencia doméstica y callejera en este país.
En esta ciudad no son frecuentes los casos de ataques físicos con origen en la xenofobia ni tampoco los de índole política, como en este caso. Sí que los hay, pero no deberían alentar ninguna percepción grandilocuente sobre la intolerancia.
Lo que sí es cierto, y que tal vez pueda explicar un poco este suceso ocurrido el 12 de marzo y dado a conocer en los últimos días, es que España es una nación en la que se pueden identificar perfectamente las izquierdas y las derechas. Y esa estructura maniquea no sólo caracteriza a las esferas de poder (gobierno, parlamento, justicia), sino que atraviesa a toda la sociedad. En la mayoría de los españoles rige un sentido genuino de pertenencia de cada ciudadano -aunque no manifiesto en la mayoría- hacia el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el Partido Popular (PP), las dos principales agrupaciones políticas del país; el primero de ellos, de centroizquierda, y el segundo, de centroderecha. Con claridad, por ejemplo, se pueden diferenciar los medios de centroderecha, como el diario El Mundo, y de centroizquierda, como El País; así como los de derecha, como La Razón, o de izquierda, como Público. Lo mismo ocurre con los canales de televisión y con las radios. Y hasta en algunos bares, a los que asisten tertulias próximas a cada facción.
En la historia reciente, esta dicotomía tiene origen en los tiempos de la Guerra Civil Española, desarrollada en los años 30, y resurgió -tras el franquismo- entre finales de los 70 y principios de los 80, ya durante el período democrático.
En la actualidad, la intención del juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón de investigar crímenes de lesa humanidad cometidos durante el franquismo puso los pelos de punta a quienes defienden la amnistía como una herramienta que logró la estabilidad política en el país, y, en consecuencia, protegen a los protagonistas aún vivos de aquella dictadura militar. La derecha arremetió contra Garzón y la justicia ahora debe resolver una acusación por prevaricato contra el magistrado.
Por otra parte, los ánimos están exacerbados también porque la economía española arrastra ya tres años de desaceleración, y sufre una recesión que nadie sabe cuándo va a abandonar. Esa debacle se traduce en bancarrotas de empresas, en despidos y en desempleo -aquí llamado paro-, que está llegando al 20%, una tasa de país subdesarrollado que contrasta con el estatus que consiguió España en las dos últimas décadas, gracias al formidable crecimiento sostenido de su economía.
Es cosa de todos los días, al respecto, ver en televisión a referentes del PP y del PSOE polemizando en torno de la crisis. Los primeros le achacan al Gobierno la falta de acciones firmes para corregir los problemas económicos y los segundos les preguntan qué proponen ellos para lograr ese cometido. Una discusión entre sordos que parece no cansar a los españoles, sino más bien entusiasmarlos.
Lo que se escucha y se lee en los medios tradicionales se reproduce y se comenta en los canales de comunicación nuevos, como las redes sociales Facebook o Twitter. En esos ámbitos se evocan veloz y masivamente las viejas antinomias, se agitan los fantasmas de la guerra que partió España en dos. Se alimentan peligrosamente las pasiones políticas y estas son las que después pueden acarrear consecuencias concretas, como la del último caso del metro.
Lo cierto es que este medio de transporte es calificado de uno de los más eficaces del tipo en el mundo. Comparado con los de otras capitales europeas, el metro de Madrid es considerado seguro, rápido, limpio y muy bien conectado. La propia filmación de este feroz ataque y la reacción a tiempo de la fuerza policial da cuenta de la seguridad. También, el hecho de que cada estación está custodiada por cuadrillas permanentes de guardias de seguridad, desde las 6 de la mañana hasta la 1, la hora de apertura y de cierre del metro, respectivamente.
A lo que en verdad sí le temen cada vez más los usuarios del metro de Madrid es a los hurtos: se percibe que los carteristas actúan con facilidad. Pero a poco más. En Madrid está visto que pueden ocurrir golpizas y enfrentamientos verbales de cualquier índole en ámbitos públicos como una estación de metro. De hecho, sí deambulan grupos de militantes filonazis y neofascistas, llamados skinheads -por caso, también operan en Buenos Aires-, que expresan su xenofobia de manera violenta en España y que chocan con movimientos opuestos, como los antifascistas o de extrema izquierda, que también se manifiestan radicalmente. Pero ninguno controla la calle, ni la situación se sale de manos. Son pocos y protagonizan casos específicos. De hecho, a este último caso de marzo se le añade el de Carlos Palomino, el joven de 16 años asesinado en 2007 en el metro de Madrid. Es decir, dos casos en poco menos de cuatro años. Además, ambos están conectados, porque el agresor del episodio de este año era amigo de la víctima del de 2007.
Se trata, pues, de incidentes aislados, que no caracterizan a este medio de transporte de calidad probada, ni ponen a España en un pedestal de violencia respecto de otros países.