Entrar al penal de Villa Urquiza parece ser casi tan difícil como salir. Sobre el muro perimetral, de unos 10 metros de alto, hay 12 garitas de vigilancia estratégicamente ubicadas. En la entrada, el antiguo portón de chapa herrumbrada sólo se abre para permitirles el paso a las combis que trasladan internos. A toda hora, al menos cinco custodios controlan ese tráfico. Y las requisas a los visitantes, que se realizan a ojo y a mano, son profundas en todo sentido.

Pero dentro de la cárcel no alcanza con miradas rigurosas. Las unidades 1 y 2, de condenados y procesados respectivamente, están abarrotadas: unas 600 almas purgan allí sus penas. De noche, sólo seis guardiacárceles recorren esos pasillos (uno por cada 100 presos); deben vigilar y requisar los tres pisos atiborrados de hombres. Su único equipo de seguridad y armamento es un silbato, que hacen sonar con todas sus fuerzas cuando ocurre un incidente.

Así, en Villa Urquiza todo depende del acierto humano. Y en un mundo como el carcelario, donde muchos internos viven al límite, es fácil incurrir en el error.

Cierto es que hubo planes de modificar esta realidad. En 2008, el director de Institutos Penales, Roberto Guyot, les dijo a los jueces de la sala II de la Cámara Penal que tenía proyectado adquirir cámaras fotográficas. La cuestión era el objetivo de la compra: "fotografiar internos y tatuajes, que a menudo identifican grupos ligados al consumo de sustancias (padrón de consumidores)", les dijo. Es momento de pensar en inversiones reales para un lugar que no puede seguir condenado al olvido. Quizás el Gobierno debería evaluar la posibilidad de gastar U$S 50.000 en un scanner portátil similar al que posee Aduana, teniendo en cuesta que se iba a invertir $ 800.000 en capacitar odontólogos.

Si alguien les da drogas a delincuentes en el lugar más custodiado de la provincia, no es difícil imaginarse cuál es la realidad extramuros. Y los presos, en algún momento, van a salir.