En 1853, meses después de la sanción de la Constitución nacional, algunos hombres ya alertaban sobre lo difícil que sería que los argentinos se apegaran a las normas previstas por aquella. Esto lo demuestra el famoso sermón pronunciado por Fray Mamerto Esquiú en la Iglesia Matriz de Catamarca el 9 de julio de ese año.

En una homilía que parece concebida para la actualidad, el sacerdote advertía: "el inmenso don de la Constitución hecho a nosotros no sería más que el guante tirado a la arena si no hay en lo sucecivo inmovilidad y sumisión: inmovilidad por parte de ella y sumisión por parte de nosotros".

Luego, el denominado orador de la Constitución, como lo calificó un decreto del Poder Ejecutivo Nacional de mayo de 1854, proseguía: "si la ley (por la Constitución) cede a nuestros embates, si no es un baluarte inmoble, la sociedad pierde terreno, el interés individual adelante, y ya sabéis que, ensanchándose hasta cierto grado, entramos en nuestra liza, ya es nuestro campo de anarquía y de sangre".

Por eso, Esquiú terminaba con un ardoroso y emocionante llamado cívico: "¡obedeced, señores! Sin sumisión, no hay ley; sin leyes no hay patria, no hay verdadera libertad: existen sólo pasiones, desorden, anarquía, disolución, guerra y males de los que Dios libre eternamente a la República Argentina".