Por Daniel Medina

En los primeros segundos de Adolescencia, la cámara no parpadea. No hay cortes, no hay montaje que ofrezca descanso. Solo una casa, una irrupción violenta, el caos comprimido en un instante. La policía entra y detiene a un niño de 13 años. No sabemos qué hizo. No sabemos si lo hizo. No sabemos nada.

Desde La soga de Hitchcock hasta Birdman, el plano secuencia ha sido una herramienta de cineastas que entienden el peso de la continuidad. Que comprenden su doble filo: la inmediatez como promesa de realismo, la falta de escape como forma de asfixia. Adolescencia, la miniserie de Netflix dirigida por Philip Barantini, lleva esta idea al extremo. No es la primera serie que usa el plano secuencia. Es la primera que se compromete con él en cada episodio.

Es un riesgo y una declaración. En una época donde las series multiplican los flashbacks como si los espectadores fueran incapaces de recordar lo que pasó hace cinco minutos, Adolescencia se niega a masticar la historia por nosotros. Aquí no hay escenas retrospectivas que expliquen lo que pasó ni diálogos redundantes que insistan en lo que ya entendimos. La serie respeta la inteligencia de su audiencia o, al menos, de aquellos que aún presten atención.

Y hay que prestar atención. La cámara no se detiene, no edita la acción en fragmentos digeribles. Sigue a los personajes en coreografías milimétricas, atrapándolos en un presente sin respiro. Stephen Graham, con su mirada agotada y feroz, encarna a un detective que no deja de buscar respuestas, aunque no siempre le gusten las que encuentra. Owen Cooper, en el papel del niño acusado de asesinato, logra sostener la tensión con una mezcla de vulnerabilidad y opacidad.

Barantini y el guionista Jack Thorne saben lo que hacen. La serie no es perfecta, pero en un catálogo saturado de narraciones sobreexplicativas y dramas manufacturados para el consumo distraído, se siente como un golpe en el estómago. Exige algo que la televisión ha olvidado pedir: compromiso.

No es una obra maestra. Pero es, sin duda, una anomalía valiosa. Un resquicio de riesgo en una industria que prefiere lo seguro.