En el diccionario político universal, el adjetivo “maquiavélico” como sinónimo de calculador y amoral ha monopolizado todas las connotaciones negativas de una práctica que jamás se caracterizó por la transparencia. Quizás sea por eso que la figura de Joseph Fouché, el producto de un momento histórico trascendental, la Revolución Francesa, haya quedado a la sombra, de la que la pluma incomparable de Stefan Zweig (genial exponente de un momento histórico de altísima producción cultural que se desarrolló en la Mitteleuropa) la rescató.

Y este animal político imperturbable tuvo, según su biógrafo, la capacidad de leer, en el medio de un proceso vertiginoso que inauguró una nueva edad histórica (“el mejor y el peor de los tiempos”, según Dickens), las líneas que del pasado se abrían hacia un futuro que en pocos años cambió varias veces de signo político, sepultando en el camino a sus máximos dirigentes (Danton, Robespierre, Napoleón) y encontrando a nuestro personaje cada vez más encumbrado y poderoso.

Dueño de un olfato político extraordinario con el que captó, antes que nadie, hacia dónde giraban los vientos políticos para ubicarse en la primera fila de los ganadores, comenzó como un oscuro profesor de matemáticas en un colegio de curas de provincia y dos años más tarde, era elegido delegado de la Convención dominada por los jacobinos, para la que dirigió la quema y el saqueo de iglesias con la que se ganó el apodo de “el verdugo de Lyon”. Una vez terminado el período del Terror, conspiró contra Robespierre hasta llevarlo a la guillotina y en pocos años trepó al puesto de ministro de policía del Directorio donde organizó, para su propio beneficio, la maquinaria de espionaje desde la que socavó nada menos que a Napoleón (luego de haber participado activamente de su ascenso al poder) y gracias al cual se había convertido, durante el Imperio, en el millonario duque de Otranto dispuesto a trabajar, una vez derrotado el emperador, para la vuelta de la monarquía a la que, veinte años antes, había llevado, con su voto, a la guillotina.

Este burócrata implacable, de una audacia y frialdad asombrosas, genio de la traición y “el más leal de los enemigos” del poderoso de turno, fue una figura demoníaca y fascinante que encontraría, más tarde, en la figura del agente doble su mejor heredero, y que deslumbró a su biógrafo, quien le dedicó un trabajo que es modelo para historiadores y estadistas en todo el mundo.

Por María Eugenia Villalonga

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