Genera profundas críticas el agresivo lenguaje verbal usado por el presidente Milei, ante las opiniones adversas a su incipiente gestión, y no importa que estas provengan de periodistas, políticos, economistas como él, empresarios, etc. La iracundia que usa para responder es absolutamente desubicada, para nada acorde con la alta investidura que detenta. Suponiendo que dichas opiniones sean rebatibles, no tenemos ninguna duda de que la solidez académica del Presidente podrá contestarlas. Y si no fuera así, la tarea que tiene entre manos es tan titánica que justificaría algún error u omisión. Pero su agresividad para responder no se puede aceptar de ninguna manera, como muchos lo están haciendo. De otro modo deberíamos concluir que él es el dueño de la verdad absoluta y los críticos deberían guardarse sus comentarios resignadamente. La cuestión incluso va más allá: reconocidos periodistas porteños ya fueron intimados con carta documento a retractarse de sus opiniones sobre la gestión presidencial. Incluso un renombrado periodista radial fue despedido, según él, por presión del entorno del mandatario. Estos hechos replican peligrosamente la actitud del reciente electo presidente Trump, con sus detractores locales, incluidos prestigiosos medios y periodistas, amenazados con ser llevados a juicio simplemente por opinar sobre sus actos. Nuestros servidores públicos, desde el mismísimo Presidente hasta el último de los funcionarios, deben entender que su tarea está destinada a ser examinada de cabo a rabo, justamente porque es un acto público.  Si no pueden aceptar esto es porque están dedicándose al trabajo equivocado, pues reciben una paga por hacerlo. La libertad de opinión en nuestro país ha costado sangre, sudor y lágrimas, literalmente, y no la vamos a resignar por nada ni nadie. En la desastrosa gestión peronista, el periodismo fue cooptado (¿o ensobrado?). Aquí parece que debe ser directamente silenciado. Dicen que en Balcarce 50, enancado en los primeros logros obtenidos, ya resonó el nefasto “vamos por todo”. La historia parece repetirse: una ignota pareja llega al pináculo del poder de la Nación (antes lo fue otra, venida de los lejanos parajes patagónicos) y el absolutismo y el personalismo se corporizan amenazadoramente. Esa película ya la vimos… ¡y sabemos cómo termina!

Ricardo Rearte

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