Walter Gallardo - Periodista tucumano radicado en Madrid
El triunfo escandaloso de la mentira no es un fenómeno reciente ni tampoco un engaño en el que la sociedad pueda argumentar nula participación o responsabilidad. Ya en 1992, el escritor Steve Tesich acuñaba el término post-verdad (post-truth) en una columna publicada en The Nation, titulada “A government of lies”. En ella describía la actitud condescendiente de los ciudadanos, su apresurado perdón a las repugnantes mentiras del presidente Richard Nixon, y la hiriente apatía ante el cinismo y el espíritu destructivo de Ronald Reagan. Decía Tesich: “Hemos llegado a equiparar la verdad con las malas noticias y no quisimos malas noticias nunca más, sin importar lo verdaderas o vitales que fueran para nuestra salud como nación. Procuramos que nuestro gobierno nos proteja de la verdad”. Y agregaba: “Estamos rápidamente convirtiéndonos en prototipos de personas que los monstruos totalitarios sólo podían desear en sus sueños. Todos los dictadores hasta ahora habían trabajado duro en la supresión de la verdad. Nosotros, con nuestras acciones, estamos diciendo que esto ya no es necesario, que hemos adquirido un mecanismo espiritual que puede despojar a la verdad de cualquier significado. (…) Como personas libres, hemos decidido libremente que queremos vivir en una suerte de mundo de la post-verdad”.
En aquellos años, Internet era sólo una idea fabulosa. Más de tres décadas después, con una revolución tecnológica de por medio, asistimos a la conquista y el dominio de la opinión pública a través de la desinformación, de una tormenta cotidiana de noticias tendenciosas o falsas, de infamias de todo tipo, con la utilización del miedo más primario de la gente o, en último caso, de la ingenuidad o la ignorancia. Los conductores de la maquinaria que hay detrás de tanta mentira han aprendido a explotar con eficacia, según sus ambiciones o mezquindades, los territorios masivamente frecuentados: universos virtuales donde un ejército de internautas afirma, otro niega y un tercero inventa; donde la veracidad es una condición prescindible y, sobre todo, un objetivo a burlar; donde lo efectista, lo vulgar y lo artificioso casi siempre ocupan el centro de la escena. De esta forma se han enterrado reputaciones, hundido empresas y encumbrado otras, frustrado carreras, controlado voluntades, vendido productos y ganado elecciones. Los ejemplos sobran.
El 29 de julio pasado, en Southport, Inglaterra, las redes sociales difundían una identidad falsa del adolescente que asesinó a puñaladas a tres niños e hirió a otros 8 en un estudio de danza. Horas después, como reacción, estallarían unos disturbios encabezados por grupos de extrema derecha a las puertas de una mezquita. En los enfrentamientos con la policía, 39 agentes resultaron heridos y 27 necesitaron ser hospitalizados. El mensaje en Internet decía que el atacante era un tal Ali-Al-Shakati, inmigrante sin papeles, llegado en una embarcación ilegal al Reino Unido en 2023. Sin embargo, nada de eso era cierto: se comprobó poco después que se trataba de un menor galés nacido en Cardiff, es decir, de un británico; pero poco importaba ya: la versión apócrifa había incendiado las calles y enardecido a la población. Objetivo cumplido.
Semanas más tarde, en la provincia de Toledo, España, el partido ultraderechista Vox y otros grupos extremistas intentaban aprovecharse de la rabia popular después de que un niño de 11 años fuera apuñalado mientras jugaba al fútbol en un polideportivo. Como siempre, usaron las redes sociales para emponzoñar el ambiente y encender los ánimos lanzando sospechas sobre la comunidad musulmana de la zona. Al día siguiente sería detenido el autor del ataque, un joven español de 20 años, aparentemente esquizofrénico. Por supuesto, nadie rectificó ante las evidencias. La intoxicación ya se había llevado a cabo.
Más recientemente, durante el temporal que mató a más de 200 personas en Valencia, otra vez las redes sociales multiplicarían maliciosas y disparatadas versiones sobre lo que podría haber ocurrido en el estacionamiento subterráneo del centro comercial Bonaire, por entonces inaccesible. Se decía que dentro había alrededor de 700 automóviles y quizás un número similar de víctimas ahogadas flotando en las aguas.
Animado por la audiencia que genera la carroña, un popular programa de televisión llegó a hacerse eco de esta vileza, puso a un seudo periodista a informar desde allí y tituló “El garaje de la muerte”. Días después, al desagotar el lugar, se encontraron 50 vehículos y, afortunadamente, no había nadie dentro de ellos. A pesar de las pruebas y los informes oficiales, los mismos de siempre (Vox y sucedáneos) sostenían que se ocultaban datos y que en realidad se habían sacado de allí cientos de cadáveres a escondidas.
Visto el panorama, caben muchas preguntas, pero hay una que pese a su aspecto naif sigue generándose cada día: ¿Por qué la verdad deambula a la deriva, reclamando ser reconocida como tal? Entre las numerosas respuestas, ninguna atribuye esta humillación a la casualidad o libera de culpas a quienes interactúan en las redes sociales. Por un lado, “los estudios demuestran que la mayor parte de la desinformación viene de superesparcidores que, en el ámbito político, suelen ser las élites de los partidos”, asegura Sander Van Der Linden, catedrático de psicología social en la Universidad de Cambridge. El objetivo es desnaturalizar el tratamiento profesional de las noticias, tarea que ha correspondido a los medios de comunicación desde el nacimiento del periodismo, y sostener, como lo hacía Steve Bannon, estratega de Donald Trump en su primer mandato, que precisamente los medios son la verdadera oposición.
Proponía una lucha frontal, acorde a su intelecto: “La forma de lidiar con ellos es inundar el terreno con mierda”. Hoy Trump ha subido un escalón más en esta guerra y tiene como mano derecha precisamente al dueño de una red social, Elon Musk, conocido por su desprecio hacia los medios y autor de la frase “ahora la prensa son ustedes”, dirigida a sus seguidores.
En cualquier caso, no cabía esperar una buena relación entre Musk y la verdad. Según la cadena CBS, la mitad de sus tuits durante la campaña presidencial fueron “dudosos”, dicho con un poco de cariño.
Por otro lado, y como complemento, un estudio publicado recientemente por la revista Science, realizado en la Universidad de Princeton, demuestra que las noticias falsas en redes sociales causan más indignación que las veraces y que esa emoción, por encima de todo, es la que facilita el tránsito de mentiras por toda la red. Para llegar a esta conclusión se analizaron más de un millón de enlaces en Facebook y 44.000 publicaciones en la red social X, clasificando las fuentes como confiables o desinformativas. Con ello midieron la indignación que generaban ciertos titulares de noticias —verdaderas y falsas— en 1.475 participantes. Se concluyó que “las personas pueden compartir información indignante sin comprobar su exactitud, porque compartir es una forma de mostrar una posición moral o pertenencia a ciertos grupos”. Y eso, al parecer, importa más que la verdad o la mentira.
¿Hay alguna recompensa en este efecto multiplicador? Según Van Der Linden: “Los usuarios que comparten este tipo de noticias, falsas o verdaderas, buscan interacción, ya que conduce tanto a la validación social como a recompensas financieras en plataformas como X. Si produces contenido que genera mucha interacción, puedes monetizarlo, lo que crea incentivos perversos en las redes sociales”. De modo que la indignación y, en consecuencia, el odio son juntos parte indivisible del negocio, estimulado por el altavoz algorítmico de las propias plataformas.
Hay que tener en cuenta que con estos mecanismos y con el material infectado en circulación se toman hoy pequeñas y grandes decisiones cotidianas, por lo cual las elecciones que se hagan acabarán en una realidad ajena a las necesidades individuales o colectivas. Es decir, en una realidad siempre decepcionante. Ya hay antecedentes de peso: uno puede llegar a presidente con más de 70 millones de votos después de ser hallado culpable de 34 delitos y diciendo que los inmigrantes se comen a las mascotas de la “gente decente” y otro gobernar un país, según presume, inspirado por los consejos de un perro muerto. Tal vez no escuchamos a tiempo a Umberto Eco cuando al hablar de las redes sociales advertía del peligro de una “invasión de los necios”. Esperemos que no sea demasiado tarde o que esto no dure para siempre.