Con respecto a lo que observa el lector Santiago José Paz-Brühl (“El aire nuestro de cada día”, 09/12) sobre la quema de cañaverales, me parece que las burdas comparaciones, como él afirma, no son mías precisamente. Pero veamos datos para poder ir despejando las dudas. Para empezar, veamos las temperaturas de invierno y la quema de cañaverales en nuestra provincia, ya que se está volviendo costumbre defender la quema de cañaverales argumentando que con inviernos fríos se genera más hojarasca, lo que coadyuvaría a una mayor frecuencia de incendios. Sin embargo, los datos climáticos y meteorológicos disponibles demuestran otra cosa. Por ejemplo, en los años 2013 y 2020, que no fueron fríos precisamente, se quemaron 120.000 y 101.250 hectáreas respectivamente. Fueron las mayores quemas registradas en la provincia. Huelga comentar que no fueron las bajas temperaturas las coadyuvantes. En los años 2021 y 2022, que tampoco fueron fríos con respecto a los promedios históricos, se registraron quemas de 68.800 y 79.100 hectáreas, respectivamente. Por otro lado, los años 2017, 2018 y 2024, que se consideran fríos, se registraron 68.450, 86.500 y 54.000 hectáreas quemadas, respectivamente, valores inferiores a los años no fríos mencionados. Entonces, parece que la frase “dato mata relato” cobra vida en este caso. ¿Será por esto que se pretende atacar al mensajero? Pero, insisto, mientras buscamos explicaciones a este fenómeno, que se registra en la provincia por lo menos desde la década de los 70, ¿qué les decimos a los niños y ancianos que se ven afectados en su vida diaria por miles de toneladas de anhídrido carbónico, partículas que ingresan directamente a los pulmones, dióxido de nitrógeno, entre otras, que están afectando su salud? Ese es el eje de este intercambio y el que pretendo que sea técnico-científico y no basado en intereses corporativos o circunstanciales.

Juan A. González  
San Juan 158 - Lules