La tormenta del 21 de diciembre de 1978 convirtió al Canal de Beagle en un infierno de vientos huracanados y olas del tamaño de rascacielos. No había barco ni avión capaz de operar en esas condiciones. ¿Fue entonces una intercesión divina la que evitó la guerra con Chile? Era el “día D” para un ataque que jamás se produjo. Y esa matanza fratricida que parecía indetenible terminó diluyéndose como lágrimas bajo la lluvia. Lágrimas de pacífica felicidad.

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Un día como hoy, pero de 1984 -fecha redonda, 40 años-, Argentina y Chile firmaron el Tratado de Paz y Amistad que clausuró el conflicto por la posesión de las islas Lennox, Picton y Nueva. Tres islotes enclavados en pleno Canal de Beagle, eje de una larguísima disputa limítrofe que estuvo a punto de llevarnos al colapso. Porque, en líneas generales, la sociedad nunca tomó conciencia de lo cerca que estuvieron Argentina y Chile de trenzarse en una pelea que hubiera provocado entre 50.000 y 200.000 muertes. Cálculos que van de lo “optimista” a lo extremo. Fueron los cancilleres Dante Caputo y Jaime Del Valle quienes firmaron el acuerdo. No una tregua, como la impuesta por aquella bendita y oportuna tormenta, sino la paz definitiva.

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Cuando se rubricó el Tratado en El Vaticano había una silla vacía. Debía ocuparla un personaje clave en esta historia: el cardenal Antonio Samoré. A él le había confiado Juan Pablo II la delicadísima misión de mediar entre argentinos y chilenos; es decir, de marchar en un campo minado por la desconfianza y los resquemores que separaban a los bandos. Podía ser un fracaso absoluto y a ese riesgo se expusieron Samoré y la Santa Sede cuando ambos países aceptaron la mediación papal. Pero Samoré tejió su tela con paciencia, sonrisa diplomática, modos tan suaves como enérgicos y una cintura política de la que carecían sus interlocutores. El cardenal era el único que creía en plena Navidad de 1978 que podía evitarse el baño de sangre. Y lo consiguió. Fallecido en febrero de 1983, lo que dejó Samoré fue un legado tan valioso que a ambos lados de la cordillera se lo recuerda de múltiples maneras: calles, plazas, localidades y hasta un paso fronterizo llevan su nombre. Durante mucho tiempo, hasta que el correr de los años hizo de las suyas, cada vez que surgía un conflicto solía decirse: “acá hace falta un Samoré”.

Estos valientes se le animaron al Canal de Beagle

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La escalada militar se inscribía en el complejo momento histórico. Tanto en Argentina como en Chile gobernaban dictaduras militares seriamente comprometidas por violaciones a los derechos humanos. De un lado de la cordillera, Jorge Rafael Videla; del otro. Augusto Pinochet, ambos mirados de reojo y hasta censurados por la administración demócrata de James Carter, pero sin exagerar. A fin de cuentas, eran aliados de Estados Unidos en la cruzada anticomunista de la Guerra Fría. Sería entonces un conflicto incómodo para la consideración de las potencias occidentales. Porque a fin de cuentras, ¿a quién le convenía? Sólo a dictaduras necesitadas de ganarse el apoyo popular. Como la chilena. Como la argentina.

Cruzar el Canal de Beagle es una mezcla de lujo y aventura

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La jurisdicción sobre las islas dependía de un Laudo Arbitral que habían aceptado ambos países. Hasta que la Corte ad hoc, creada con representantes de EEUU, Gran Bretaña, Francia, Suecia y Nigeria, falló en favor de la posición chilena. Eso sucedió el 2 de mayo de 1977. Videla y los suyos rechazaron ese laudo y a partir de allí la escalada militar nunca se detuvo. Lo que se incubó entonces en el seno del Estado Mayor fue un plan, bautizado Operación Soberanía. Implicaba la ocupación del Canal de Beagle y, de producirse una reacción del otro lado, una invasión en toda la línea al territorio chileno. Era la ofensiva que debía lanzarse el 21 de diciembre de 1978 y que el clima frustró a último momento.

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“Si nos dejan atacarlos vamos a correrlos hasta la isla de Pascua. Al brindis de fin de año lo hacemos en el Palacio de La Moneda y después meamos el champagne en el Pacífico”. La frase, adjudicada al ex general Luciano Benjamín Ménendez, se convirtió en un clásico. Pinta el espíritu de la época; el de la euforia con el que las Fuerzas Armadas preparaban una victoria que sentían segura. En el cara a cara predominaba la superioridad aérea argentina, en cantidad y calidad de material; habría que ver la cuestión en el mar y, sobre todo, en tierra. La Operación Soberanía preveía una doble incursión sobre territorio chileno: una lanzada en la Patagonia, desde Santa Cruz, con el objetivo de conquistar Punta Arenas; y otra desde Cuyo, partiendo de Mendoza, para llegar a Santiago de Chile. El V Cuerpo de Ejército, comandado por el general José Antonio Vaquero atacaría en el sur; el III Cuerpo, dirigido por Menéndez, lo haría por el centro. Mientras, la Armada formaría dos grupos de tareas, uno liderado por el portaaviones 25 de Mayo y otro por el Crucero Belgrano, con la misión de controlar el Canal de Beagle y el Estrecho de Magallanes y, de ser necesario, atacar Puerto Williams.

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Claro que los chilenos también tenían un plan, que se iniciaba con un bombardeo a El Chocón y a otros núcleos energéticos. Contemplaba además un ataque por el norte, al que apreciaban como el flanco menos protegido; una suerte de maniobra de pinzas destinada a ocupar Salta, Jujuy y Tucumán para lanzar desde allí una ofensiva “por la espalda”. El interés chileno por la zona no era nuevo; no muy lejos habían librado -y ganado- la Guerra del Pacífico. Temían que Perú y Bolivia se aliaran con Argentina y los atacaran en procura de reconquistar las regiones que habían perdido en el campo de batalla (Arica y Antofagasta). Pero a la Operación Soberanía le preocupaba más un potencial respaldo de Brasil a Chile y por eso inmovilizó al II Cuerpo de Ejército, comandado por Leopoldo Galtieri, en el Noreste del país.

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Parece un juego, propio del TEG. Fue peligrosamente real. Durante los últimos meses de 1978, a medida que se acercaba el “día D”, se tornaron notorios la movilización de tropas y los movimientos en la frontera. Mucho más en la Patagonia, y qué decir de Tierra del Fuego. Muchas noches, en distintas ciudades -San Miguel de Tucumán entre ellas- se practicaban oscurecimientos; ensayos destinados a ocultar los potenciales objetivos militares o civiles que buscaran los aviones enemigos. Para las Fuerzas Armadas todo era un hecho; es más, el propio Videla declaró que durante la Navidad de 1978 él consideraba que, técnicamente, ya estábamos en guerra con Chile.

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Amainó el brutal temporal en el Canal de Beagle, pero un día después algo había cambiado. La misión que tenía luz verde pocas horas antes pasó al estatus de “compás de espera”. Ese 22 de diciembre, Videla y Pinochet recibieron el mensaje de Juan Pablo II instándolos a realizar un último esfuerzo por alcanzar la paz. Dijeron que sí y Samoré voló rumbo al Cono Sur. La Operación Soberanía quedó en suspenso y finalmente, llegó la orden de abortarla.

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“Veo una lucecita”, dijo Samoré cuando todo parecía perdido. Fue el sol después de la tormenta.