COMPILACIÓN
UN BÁRBARO EN PARÍSMARIO
VARGAS LLOSA
(Alfaguara – Buenos Aires)
Es bien conocida la tentativa de Atila, el bárbaro, de conquistar París en el siglo V de nuestra era. Sin embargo, la esquiva ciudad resistió vehementemente sus lances y se salvó para la posteridad.
Muchos siglos más tarde, para ser más exactos, el 22 de mayo de 2022, un auto denominado bárbaro, Mario Vargas Llosa, quien supo merecer el premio Nobel de Literatura, logró a fuerza de retórica, lo que no pudo con armas y ejército el temible “azote de Dios”: conquistar París entrando con pompa por su puerta grande. Sucedió cuando fue nombrado miembro de la Academia Francesa, parte, por ende, de los 44 inmortales que todos los jueves bajo su cúpula se juntan para auscultar voces galas, que son los ladrillos con los que se levanta el palacio de su cultura gloriosa.
La historia oculta detrás de la pelea de García Márquez y Vargas LlosaUn bárbaro en París es un compendio de ensayos, en donde el autor de Conversación en la Catedral orbita alrededor de su centro solar: las obras, los hechos y los intelectuales más representativos de Francia, más que un punto en el mapa, una nación literaria de su espíritu desde la infancia y adolescencia cuando se inició en las lecturas de Dumas y Verne.
Recorrido extraordinario
Los ensayos incluidos abarcan desde 1967 hasta su discurso bajo la cúpula majestuosa del Instituto de Francia en 2022. Fueron escritos desde Lima, Marbella, Washington, Madrid, Londres, y solo uno en la ciudad que le sirvió de faro: París. Justamente se trata del texto en el que explica el origen de esta pasión devoradora y benéfica para su construcción como escritor (El amor a Francia). El resto de los textos, sirven para delinear la gramática de sus pasiones francesas. Por su eclecticismo se parecen al inventario borgiano trazado en “El idioma analítico de John Willkins”: la novela total, el escritor invisible, los malditos, los monstruos y el ángel de Saint Sulpice, “ le mot juste”, el mal, la literatura como actitud vital, como quimera, como compromiso, la relación con Dios, la negación de Dios, la libertad, la sumisión, el Islam, un ajuste de cuentas con Derrida, la identidad francesa. El abanico de desvelos vargasllosianos se despliega ante nuestros ojos en modo polifónico. Como si el escritor nos permitiese entrar en la intimidad de sus lecturas, en las que él conversa con los autores y con él mismo mientras escudriña obsesivamente la geografía de su alma. Víctor Hugo, Flaubert, Céline, Bataille, Malraux, Breton, Houellebecq, como dioses olímpicos de su universo literario, pasan por su escalpelo de amante feroz. Pero la experiencia parisina le sirvió también de catalizador de su ethos político. Sartre, Beauvoir y Camus como sus primeros maestros en el arte de pensarse políticamente en el mundo durante los convulsionados 60. Más tarde aparecen Revel y Aron, especies de maestros Yoda en su definitivo viraje hacia las ideas liberales.
Dicen que se nace dos veces: el día en que nuestra madre nos alumbra y el día en que nos alumbramos a nosotros mismos descubriendo quienes somos. Vargas Llosa nació por primera vez de su progenitora en Arequipa, Perú, pero se parió a sí mismo en París, la ciudad en la que había que vivir, trabajar, entregarse a la bohemia creadora y pasar hambre si uno buscaba ser tomado en serio. Al fin de cuentas fue desde esta plataforma literaria donde descubrió su identidad como peruano y latinoamericano e inventó la sustancia de la que está hecha su obra.
En las páginas finales encontrarán el epílogo de esta historia de amor francés: su discurso de entrada en la “Académie Française”.
¿Y si en el fondo se tratase más que de un bárbaro en París, de Ulises de vuelta a Ítaca?
© LA GACETA
SOLANA COLOMBRES
Un bárbaro en París*
Por Mario Vargas Llosa
Estaba convencido de que era imposible ser un escritor en el Perú, un país donde no había editoriales y apenas librerías, y donde los escritores conocidos por mí eran casi todos abogados, que trabajaban en sus estudios toda la semana y escribían poemas sólo los domingos. Yo quería escribir todos los días, como hacían los verdaderos escritores, y por eso soñaba con Francia y con París.
Aquí llegué en 1959, y descubrí que los franceses, fascinados con la Revolución cubana, que había convertido en colegios las haciendas de Batista y sus compinches, habían descubierto la literatura latinoamericana antes que yo, y leían a Borges, a Cortázar, a Uslar Pietri, a Onetti, a Octavio Paz y, más tarde, a Gabriel García Márquez. Gracias a Francia descubrí América Latina, los problemas que compartíamos los países latinoamericanos, la horrible herencia de los cuartelazos y el subdesarrollo. Y empecé entonces, en Francia, a escribir en español y sentirme un escritor del Perú y de América Latina.
Pero, por supuesto, iba siempre los sábados a los debates de la Mutualité, a empaparme de las cosas francesas. Y allí escuché la más admirable discusión entre un primer ministro de De Gaulle, Michel Debré, y el líder de la oposición, Pierre Mendès France, que llevo como uno de los momentos de mayor gloria en mi memoria. Eso y los discursos de André Malraux en el Barrio Latino conmemorando a Jean Moulin y en la Cour du Louvre, con ocasión del traslado de las cenizas de Le Corbusier, han quedado en mi mente como recuerdos inolvidables.
Viví varios años en París, al principio haciendo el ramassage de journaux y hasta cargando costales en Les Halles durante algunos días, para, finalmente, trabajar en la École Berlitz, en la Agencia France-Presse, en la Place de la Bourse, y luego en la Radio Televisión Francesa, como periodista. En París me hice escritor, una vocación que no me había atrevido antes a asumir, pese a mis artículos en la prensa diaria, en el periódico La Crónica y en Cultura Peruana; aquí, en París, escribí mis dos primeras novelas, un largo relato y varias crónicas. Y, sobre todo, leí mucho, la literatura francesa particularmente, como nunca había leído ni, creo, tampoco lo haría después.
Pero, acaso, más importante fue que en Francia descubrí a Gustave Flaubert, quien ha sido y será siempre mi maestro, desde que compré un ejemplar de Madame Bovary la noche misma de mi llegada, en una librería ya desaparecida del Barrio Latino, que se llamaba La Joie de Lire. Sin Flaubert no hubiera sido nunca el escritor que soy, ni hubiera escrito lo que he escrito, ni como lo he hecho.
*Fragmento.