Un tal Gabriel García Márquez fue quien lo eligió para el puesto. Y allí fue Alberto García Ferrer, dispuesto a dirigir en Cuba la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, fundada por el propio “Gabo” y convertida en semillero de prestigiosos cultores de la industria audiovisual. Fue una de las tantas misiones que García Ferrer afrontó a lo largo de una carrera construida en el exterior -se marchó de Tucumán en 1977- pero que de uno u otro modo mantuvo algún anclaje con la provincia.
De allí que sea la editorial universitaria la que publica “La conversación y el azar”, libro que recopila numerosos artículos y conferencias brindados por García Ferrer a lo largo de los años, experiencias y pensamientos que terminan conformando un perfil del personaje. Lo presentará mañana a las 19 en el Museo Histórico Nicolás Avellaneda (Congreso primera cuadra), durante una charla compartida con Catalina Lonac.
García Ferrer abrió sus recuerdos durante una entrevista extensa, en la que fue y volvió recorriendo momentos, amistades, frases certeras, lecturas. Habló con nostalgia de la casa paterna en Villa 9 de Julio, con añoranza de su formación en el Gymnasium y con sorpresa por los cambios tecnológicos y edilicios que descubrió en LA GACETA, con cuya sección Literaria colaboró repetidas veces.
- ¿Por qué este libro en Tucumán y ligado a la Universidad?
- Hace un tiempo estábamos cenando con Arturo Álvarez Sosa y Norah Castaldo y él me dijo: tenés que conocer a la directora de la editorial de la Universidad, por ahí debería salir un libro tuyo. Así que le mandé un mail a Soledad Martínez Zuccardi y así empezó a tomar forma la idea dentro de una colección específica que se llama Centenario.
- ¿Cómo se decidieron los contenidos?
- Me puse a recopilar algunos textos, ninguno publicado en LA GACETA. Algunos salieron en España, otros en México, en Colombia... En fin, distintos países. Uno corresponde a una master class que di en Puerto Vallarta, donde funciona una de las subsedes de la Universidad de Guadalajara. Allí visitamos la casa que tenía (el director) John Huston, la compró después de rodar “La noche de la iguana”. También está en el libro la conferencia que di en el Teatro Alberdi cuando cumplió 100 la Estación Experimental Obispo Colombres. Y aparece entre los artículos el primero que publiqué en España en 1979, cuando me fichó una publicación estupenda que se llama “Tiempo de historia”. Ahí hacía crítica de cine.
- ¿Por qué el título?
- Para mí la vida es un relato y también es un viaje, por eso la bellísima portada con un tren que hizo mi amigo Manuel Álvarez Junco. El libro agrupa diversos trabajos que componen una lectura, en la que insisto con la idea básica de la conversación y con el hecho de que el azar está siempre presente, no solamente en el proceso creativo sino en la investigación científica.
- ¿Cómo es eso?
- Hago referencia a un libro que me gustó mucho, llamado “El origen de las buenas ideas”. El autor quería saber cómo se originan las ideas en el campo de la investigación científica y entonces pasó dos semanas yendo a los laboratorios de un centro muy grande en Estados Unidos. Se dio cuenta de que en ese ámbito los científicos tienden a agrandar la épica del trabajo y eso no le gustó. Entonces decidió cambiar el campo de acción y se ubicó en la cafetería, donde los científicos conversaban entre ellos libremente. Bien, ahí surgían las ideas.
- ¿Y la cuestión específica del azar?
- Siempre hay un toque de azar en el proceso creativo, lo dijo Einstein. No es sentarte a que te caiga de arriba, sino que de pronto, en tu trabajo de investigación, aparece esa chispa. La serendipia es exactamente eso. En el libro hay un artículo que escribí en memoria y honor de un gran amigo, el físico Jorge Wagensberg, ya fallecido, diseñador del Museo de la Ciencia de Barcelona. Teníamos una relación fantástica. Lo llevé a distintos sitios porque estábamos trabajando en una línea para la televisión cultural iberoamericana, un programa sobre la ciencia y el trabajo limpio. Él decía: “la conversación está en el corazón de todo, yo recomiendo conversar”. Lo estaba diciendo un científico.
- ¿Cómo va apareciendo Tucumán?
- El libro tiene un prólogo maravilloso y generosísimo de una gran amiga, Ángeles González-Sinde, que fue presidenta de la Academia de Cine y ministra de Cultura en España. Ahí se cuenta cómo seleccioné los textos y cómo me formé, y menciona a dos maestros que recuerdo del Gymnasium. Uno era Néstor Grau, que murió muy joven, y además de ser andinista era nuestro profesor de Filosofía; y el otro, Pedro González, que enseñaba Historia. Yo admiraba muchísimo a ese hombre, de una gran cultura y con gran capacidad de enseñanza. Imaginate, estar en primer año con 12 o 13 años y de pronto que te hablen de lo que está pasando... Creo que a todos nos descubrió el mundo.
- Queda claro el valor que tuvo el colegio para vos...
- El Gymnasium fue un sitio en el que cambió mi vida. Mi padre, Tomás García Jiménez, era contador público nacional y, como ocurre de padres a hijos, a lo mejor yo iba por ese lado. Pero al ingresar al Gymnasium brillaron otras cosas: el teatro, el cine -mi padre también era muy cinéfilo- y la ciencia. En realidad yo me fui a La Plata a estudiar ciencias naturales, pero después me metí en Bellas Artes.
- ¿Cuál crees que es tu legado como director de la Escuela de San Antonio de los Baños?
- Hay tantas cosas para contar... Cuando terminé mi trabajo allí escribí un libro que publicó Siglo XXI (“Ojos que no ven”) y después sobre esa edición corregí y amplié cosas, así que el libro volvió a salir publicado por Ocho y Medio, una editorial especializada en cine. La primera cuestión que digo es que esa escuela determinó la enseñanza del cine en el mundo. El ámbito de la escuela era como un municipio porque ahí vivían los profesores y los alumnos. Las verduras y las frutas que se consumían eran cultivadas en un campo de la escuela. Cuando me hice cargo uno de los profesores ingleses me decía: “Alberto, tú tienes que pasar de la croqueta que estamos comiendo al Festival de Cannes”. Había como 100 alumnos, unos 150 trabajadores y muchísima gente que llegaba. Yo prioricé cada año el arribo de 120 profesores, provenientes de 35 países. Por ahí pasaron desde Francis Ford Coppola a Ettore Scola.
- ¿Por qué esa certeza de que la Escuela produjo un cambio?
- Digo que cambió la enseñanza del cine a nivel mundial porque muchas otras escuelas introdujeron esa internacionalización, que era una de las cosas más importantes que se planteaban. Significaba que venía, por darte un ejemplo, un director de fotografía de renombre de Australia y daba su clase; y después un italiano, un español... Y no se trataba solamente del conocimiento, sino de la experiencia de trabajo que se transmitía. Esa gente estaba todo el día ahí, desayunando y comiendo con los alumnos.
- Conversando...
- Conversando, exactamente. Después, todas las noches se pasaban películas en la sala Glauber Rocha, que se programaban de acuerdo con los profesores que venían. Muchas escuelas de cine miraron eso, entre ellas la de un gran amigo que murió hace poco como Manuel Antín.
- ¿Cuál era el rol que jugaba García Márquez?
- Era el padre de la criatura, siempre con la mirada cómplice en todo de Fidel Castro, Y fue él quien me eligió para ser director. Cuando le preguntaban, García Márquez decía: “no está en Cuba la escuela; Cuba es el país más cercano que tiene”. Esa era una realidad porque ahí había un paraguas y eso lo viví yo. Durante cinco años no recibí nunca una llamada del Gobierno cubano preguntando sobre qué profesor estaba o qué estaba pasando. Nada de nada. Ese era territorio garciamarquiano, después me fui enterando de que había directrices muy específicas para que nadie metiera la nariz allí.
- Hablemos de García Márquez y su relación con el cine. ¿Por dónde pasaba?
- Hace unos días me llamaron de Colombia para invitarme a trabajar en un proyecto con una idea muy bonita y dije que sí, pero sólo si hablamos de “Gabo” y el cine, no de las películas que se hicieron basadas en sus obras, porque eso a mí personalmente no me interesa. Lo que me interesa es la relación de él con el cine: creó una Escuela de Cine, fue guionista y el cine influyó en su literatura. Su biógrafo Gerald Martin cuenta que cuando “Gabo” tenia cinco o seis años, su abuelo lo llevaba de la mano al cine en Aracataca y al otro día le pedía: “cuéntame la película”.
- ¿Vos cómo lo definirías?
- Él se reconocía como un periodista y muchas cosas las descubrió desde el punto de vista creativo del periodista. Pero no se llamaba crítico de cine; él te decía: “yo soy un periodista que hace crónicas de cine”. Eso a mí me parecía extraordinario. Una vez escribió un artículo maravilloso en el que cuenta cómo es un cinéfilo. Entonces fue al cine a observarlos y describe cómo se sientan, qué hacen; cuenta que un cinéfilo nunca se va del cine hasta que pasaron los créditos y se encienden las luces. Era un cronista cinematográfico. Por eso creo que el de García Márquez con el cine no fue un matrimonio mal avenido, como se dijo en relación con que algunas de sus obras no funcionaron en la pantalla, sino un amor correspondido.
- ¿Cuál es tu relación hoy con la TV?
- Estuve 11 años dirigiendo la televisión iberoamericana, así que debía verla, analizar cómo mejorarla, cómo hacer lo que correspondía. Hoy veo específicamente informativos y algunas cosas que me interesan en las plataformas. Cuando estoy escribiendo generalmente no veo nada.
- ¿Y con el cine y las pantallas en general?
- Sentarse en la sala de cine es un fenómeno distinto a sentarte en la sala de tu casa, por más que tengas una pantalla enorme. Hay gente que dice que la desaparición de las salas es el final de una época, pero... Costa-Gavras, un gran amigo, me decía con un celular en la mano: “el cine es más grande que esto, es más importante que esto, no se puede ver el cine así”. Otro ejemplo: cuando dirigía la escuela, durante una reunión una profesora de montaje francesa nos entregó a cada uno un trocito de película de 16 milímetros. Y dijo: “esto es el cine; el cine no es un producto, es un proceso. Parte de ese proceso, físicamente, lo tocamos. Si esto desaparece deja de ser cine”.
- ¿Qué opinión te merece lo que está sucediendo en estos tiempos con el Incaa?
- No conozco los mecanismos de cómo eran las ayudas, pero creo que el Estado debe colaborar en el proceso creativo del cine. Me duele y me molesta que ataquen al cine argentino. A ver... Es probable que haya problemas, pasa en el cine español, hay películas que reciben ayuda y va poca gente a verlas.
- ¿Se reconoce lo que significa el cine para nuestro país?
- A mí me entusiasmó mucho el fervor con el que Borges iba al cine. Él lo cuenta, cuando caminaba en Buenos Aires por la calle Lavalle, y del impacto que significó la primera película sonora en la que hablaba Greta Garbo. “Estábamos temblando”, decía Borges. En 1949 los tres países de América Latina que tenían mayor cantidad de salas de cine eran Argentina, México y Cuba, o sea que esa isla tenía más cines que Brasil. El cine argentino ha sido fundamental e importantísimo para el desarrollo del conjunto del cine latinoamericano; Argentina ha generado una de las cinematografías más importantes, y no sé si la más importante de todas. En España se veía muchísimo cine argentino, aquí hay una historia muy poderosa. Eso significa que se mueve un proceso creativo.
- ¿Y cómo estamos hoy?
- Para mí la década del 60 fue la más importante para el cine latinoamericano -y para el cine en general-. En ese momento el cine era la parte más alta de la pirámide cultural porque los escritores querían hacer cine escribiendo, los pintores hacer cine pintando y los músicos lo mismo. Cincuenta años después no es así, pero el cine se va a seguir haciendo. Aquí hay extraordinarios creadores y creadoras y el Estado debe tener una posición frente a eso. Un Gobierno debe tener una política en relación a la cultura y el cine es parte de la estructura cultural.
- Elegiste una vida fuera de la Argentina, pero mantenés fuertes contactos con el país. ¿Cuál es tu mirada?
- La visión que hay es la de una Argentina caótica. He recorrido toda América Latina y Europa, trabajando y escuchando, y la percepción, siempre con matices, es que se trata de un país al que no terminan de entender. Apenas llegué a España, en una de las cosas que trabajé para sobrevivir fue haciendo encuestas. Eso me sirvió para conocer España de punta a punta y en todas parte la gente me decía: “nosotros sobrevivimos gracias a que Argentina mandaba trigo en los 50”. Después eso se fue transformado en una situación inexplicable y la de hoy es la imagen de una Argentina poderosa culturalmente, pero inmersa en una crisis que se mantiene desde que se tiene memoria.