Tucumán y su historia de nacimiento, florecimiento y estancamiento es el resultado de la tarea de las élites. Para tratar de darle alguna sistematicidad al abordaje de estas tres etapas, precisamente, nos detendremos muy brevemente en unos pocos momentos señeros entre los siglos.

Por orden cronológico, el primer lugar es el de las élites fundacionales. Ahí está la figura paradigmática de Bernabé Aráoz durante la Batalla de Tucumán, del 24 de Septiembre de 1812. Bernabé Aráoz, Juan Ramón Balcarce, Eustoquio Díaz Vélez, Gregorio Aráoz de La Madrid, Manuel Belgrano, entre muchos prohombres de nuestra historia, arriesgaron (y de verdad) vida, honor y hacienda para plantarse frente al mejor entrenado y mejor armado ejército realista aquí, en San Miguel de Tucumán. Su triunfo significa el fin de la penetración de las fuerzas monárquicas en el territorio de la actual Argentina. Por ende, esa gesta es una de las que define el límite septentrional de las Provincias Unidas en el Río de la Plata. Ninguno de ellos se enriqueció tras ese hito: por el contrario, Aráoz pagó con ganado y tierras de su propiedad a muchos de los “Decididos” que lo acompañaron en la batalla. Podrían haberlo perdido todo si no enfrentaban a Pío Tristán y sus fuerzas, es cierto; como también es cierto que todo lo arriesgaron. Las élites fundacionales consagran un acto revolucionario que le tuerce el brazo al destino: para ellos nada (ni siquiera el justo lugar de héroes de la patria que se les adeuda), para todos, todo. Y por toda la posteridad.

Vienen, después, las élites del Centenario. Juan B. Terán funda la Universidad de Tucumán en 1914: siete años después será nacionalizada. Miguel Lillo, aunque no completó sus estudios universitarios, consagró su vida a los estudios científicos, especialmente vinculados a la naturaleza. Fue doctor honoris causa de la Universidad de La Plata y dio cátedra allí y en la UNT. A su muerte donó fortuna, inmuebles, bibliotecas y colecciones a la casa de altos estudios. La Facultad de Ciencias Naturales lleva su nombre. Abel Peirano se estableció en 1920 en Santa María, Catamarca, y tras confirmar vetas de oro y plata en Farallón Negro registró la propiedad minera no a nombre suyo, sino de la UNT. Alfredo Guzmán fue un empresario y filántropo tucumano que, entre su vasto legado, fundó la Estación Experimental Agroindustrial Obispo Colombres en 1909. Para entonces, los ingenios hacían de Tucumán una provincia verdaderamente industrial. Y los dueños de los ingenios desempeñaban un papel rutilante en la vida política y social de la provincia. Luis F. Nougués, de la familia fundadora del ingenio San Pablo, inauguró la actual Casa de Gobierno, para demostrar que la palabra pública era tan importante que se traducía en patrimonio público. Los García Fernández, del ingenio Bella Vista, financiaron la millonaria construcción de la gran obra salesiana: el Colegio Tulio García Fernández. Manuel García Fernández hijo fue senador nacional y presidente de la UCR.

Pero medio siglo después, la industria azucarera está en crisis. Una crisis más. Y lo está, en enorme medida, por la inconducta de muchos industriales de ese momento. Ya no son los del Centenario, sino sus herederos. O quienes compraron esos ingenios. Sus conductas, y sus inconductas, han llevado al quebranto a la actividad madre de esta provincia. Nada de esto le importó a la dictadura de Juan Carlos Onganía, que dispuso el cierre de 11 fábricas azucareras. Hubo 50.000 despidos directos y la desocupación trepó al 15%, con el consecuente desgarro social. Un tercio de la población económicamente activa migró a otras provincias, provocando un descomunal desgarro del tejido social. Hubo una generación de niños criados por sus abuelos, ante el éxodo de sus padres. En términos de Roberto Pucci, fue la historia de la destrucción de una provincia.

Otras élites tomaron la posta que habían dejado tirada las anteriores. Eso se verá en los “Tucumanazos” que estallan entre 1969 y 1972, en contra del cierre de los ingenios y de la intervención de las universidades, su desfinanciamiento y el cierre de los comedores. Las élites de los trabajadores, que son sus conducciones sindicales, y las élites de las clases medias, compuestas por los estudiantes universitarios, enfrentarán a la dictadura que soñaba con quedarse 20 años.

Antes que ellos hubo también una élite política para el bronce. A modo de ejemplo, durante el gobierno de Celestino Gelsi se inauguraron el Hospital de Niños, el de la Maternidad y el de Bella Vista, además del Instituto Cardiológico. Gelsi estatuyó el control del Estado provincial sobre los juegos de azar, de los que debía destinarse una parte al sostenimiento de la salud y la educación públicas. De hecho, reabrió el Casino. Finalmente, construyó el dique El Cadillal, gracias al cual los tucumanos hoy tienen agua corriente. Todo ello en cuatro años: gobernó entre 1958 y 1962.

Llegamos entonces al bicentenario, en 2016. Para ese momento, Tucumán ha sufrido un cambio rotundo: de Cuna de la Independencia pasó a reservorio de los envidiosos del NOA. El retraso de nuestra provincia se nota a simple vista: cualquiera de las otras nueve provincias que componen el Norte Grande dispone de mejor infraestructura que Tucumán. Unas tienen mejor infraestructura en lo vial, otras en vivienda, otras en hospitales, otras en aeropuertos, y otras en todo eso junto.

Las cifras confirman las percepciones. Sobre la base de los índices de la Cepal, el Ministerio de Economía de la Nación determinó el año pasado que desde 2004, Santiago del Estero experimentó el mayor crecimiento del PBI de todos los distritos argentinos: un 96% hasta 2021, inclusive. El podio se completa con Chaco y Tierra del Fuego, en el 63% y el 62%. Tucumán está detrás de Jujuy, en el 60%.

La preponderancia de Tucumán se ha ido diluyendo. Simétricamente, la provincia ha ido consolidándose en las variables económicas pavorosas. Se encuentra octava en el ranking nacional en materia de pobreza, con un 60,2%, según la UCA. En eso sí estamos cada vez más cerca de alcanzar a Santiago del Estero, que se ubica en el mismo rango de pobreza, con una marca de 67%.

En 2016, el año del Bicentenario durante el macrismo, la pobreza en Tucumán era del orden del 30%. En 2023, cuando concluyó el cuarto gobierno kirchnerista, ya era del 44%. Es decir, desde la llegada del bicentenario sólo ha operado una profundización de la pobreza del pueblo tucumano. Las élites del Bicentenario, hasta aquí, son el símbolo de la miserabilización de esta provincia.

Ahora tenemos élites que han olvidado lo que enseñaron los padres fundadores de Tucumán: que la libertad nunca se ganó preguntándoles a las tiranías si podían tener la gentileza de cesar en su despotismo. Además de Aráoz, que luchó contra ellas con la espada, su sobrino, Juan Bautista Alberdi, las enfrentó con la razón, que inspira la Constitución Nacional.

Estas élites han olvidado, también, lo que enseñó la generación del Centenario: que su papel en la sociedad no es contentarse con el contexto, sino empeñarse en cambiar la realidad para mejorarla. Esto equivale no sólo a comprender los problemas que enfrentan la provincia y su población, sino también a restaurar el bienestar general y los beneficios de la libertad. Pero hace mucho han dejado de hacerlo durante décadas: a Tucumán no la escoraron de un día para otro.

Ello comprende a todas las élites: económicas, políticas, gremiales y universitarias. La claudicación de las élites es tan horrenda que, inclusive, los que nada hicieron para conjurar el empobrecimiento de sus congéneres, culpan del decadentismo a esos mismos pobres. Sin embargo, los pobres no gobiernan Tucumán, ni lo han hecho. En cambio, sí lo vienen haciendo gabinetes de políticos y de profesionales y de empresarios y de sindicalistas de las más diversas disciplinas y actividades.

Por supuesto, esa claudicación no ha sido gratuita en ninguno de los sentidos de la expresión. La prosperidad, como el dinero, no se pierde: sólo se transfiere. Y la que ha perdido el común de los tucumanos ahora circula sólo dentro de las élites. Esta cuestión no es un asunto menor.

En primer lugar, porque exhibe la dimensión cabal de la claudicación. A los padres de la patria les cabía la responsabilidad de fundar una nación. A los del Centenario, la tarea de cimentar el progreso de una provincia. A las élites del Bicentenario les corresponde ampliar la democracia, porque esa es la verdadera manera de defenderla y de sostenerla. En lugar de ello, sólo han sostenido y han ampliado la pobreza y sus carencias de libertades y de derechos.

Ser una élite claudicante garantiza comodidades y ganancias en el ejercicio de actividades y profesiones, mientras la degradación de la provincia y la sociedad recrudecen, pero como problema ajeno. La otra posibilidad, en cambio, demanda compromiso y esfuerzo. Es más incómoda, pero es profundamente ética. Porque la ética es el otro.

La elección entre una alternativa y otra no es sencilla; la claridad es la promesa de la demagogia. Son los demagogos y su feria de saldos y retazos de claridades lo que nos ha traído a este pozo. Lo que necesitamos es responsabilidad. Elegir la responsabilidad es tomar el camino difícil, porque difícil es el camino de la grandeza.

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