Como era de esperar, la marcha por el incremento de gastos en las universidades nacionales dejó una ristra de lugares comunes y fantasías tales que si se las siguiera la situación sería peor que la actual.

Un ejemplo lo dio el senador Martín Lousteau. Cuando se le preguntó cómo pagar los aumentos dispuestos en el proyecto contestó que se podría crear un impuesto sobre blanqueos de capitales superiores a 200 mil dólares. Pero hay tres problemas. Primero, eso debió discutirse antes. No se pueden disponer gastos sin especificar cómo serán cubiertos. Segundo, sería pretender cubrir flujos con un stock. Como nombrar empleados en planta permanente gracias a un aumento momentáneo del precio de la soja o a las regalías de una mina. Podría argumentarse que el tributo sería sólo para 2024 y que en el presupuesto 2025 se preverán fuentes permanentes para un egreso permanente. Bien. Pero, de nuevo, debió debatirse antes, junto con el proyecto.Peor es el tercer inconveniente: inseguridad jurídica. El blanqueo se aprobó hace pocos meses, está en marcha y recién fue prorrogado. ¿Y Lousteau propone cambiar las reglas? No asomaría un dólar más. Y con ello perderán los argentinos comunes (no él con su buena dieta de senador) pues desaparecerán los créditos en dólares para importar tecnología productiva, otorgados gracias a los mayores depósitos en divisas, así como toda inversión que sería movilizada gracias a los recursos que están siendo insertados en el sistema económico formal. Una enorme irresponsabilidad escondida bajo banderas nobles.

También desde el oficialismo se argumentó mal. Así, se acusó a los rectores de mentir el número de alumnos para recibir más dinero. En realidad, la definición de alumno es demasiado laxa. Se pide un mínimo de dos materias aprobadas por año, lo que implica aceptar cursados de 18 años de duración, pero como además a quienes no alcanzan aquel número se les otorga la readmisión cuando la solicitan, la cifra crece sin representar vida académica. Esto tiene que ver con la fuente del bajo rendimiento social del dinero asignado a las universidades: la deserción. Si se gradúa sólo el 20 por ciento de los inscriptos la sociedad está perdiendo. ¿Por qué? Porque hay que prever instalaciones, materiales, insumos, docentes y no docentes para personas que no aportarán nada a la comunidad tras su paso en vez de usarlos en escuelas, comedores, hospitales, obras para agua potable o lo que fuere.

Téngase en cuenta que no deserta un casi arquitecto, médico o abogado. Es dudoso que un casi profesional sea útil en el campo estudiado, pero podría pensarse que algo le dejó la universidad. La mayoría de los casos no es así, sino que hay desgranamiento. Un desertor típico se inscribió para cursar tres materias. Dejó una y siguió. Tras sendos primeros parciales abandonó otra e insistió con la restante. Tal vez la regularizara, tal vez no. En el segundo cuatrimestre repitió la historia y al terminar el año académico tal vez aprobó una sola de las dos que regularizó. Si es audaz rindió exámenes libres y acumuló aplazos. Pidió readmisión y continuó su penar.

Así, muchos abandonan con apenas media docena de materias aprobadas. En general, contenidos inconexos que no aportan a desempeño laboral alguno. Y tampoco adquieren método científico o procesos de razonamiento. Porque ellos se ganan con el tiempo gracias a la inmersión en el estudio, el ejercicio del esfuerzo intelectual, la investigación y la experimentación. Nada de eso integra la experiencia de la gran mayoría de quienes no se reciben.

Ahora bien, para evitar las deserciones deben considerarse dos variables clave. Una, la calidad académica de los estudiantes secundarios. Como muestran las pruebas estandarizadas, es cada vez peor. No es alternativa que la universidad baje su exigencia para adaptarla a los ingresantes, y los cursos de nivelación significan aplicar recursos en lo que no es su función y liberar de responsabilidad a las autoridades educativas provinciales.

La segunda variable es económica. Hay abandono cuando una familia no puede sostener un estudiante de tiempo completo. La universidad perdió utilidad como herramienta de movilidad social ascendente no porque no haya pobres en ella sino porque la mayoría no accede (buena parte porque no terminó la secundaria) y de los que sí, la mayoría deserta. No contribuyen a evitarlo leyes que disponen gastos sin prever cómo cubrirlos, pues deterioran el contexto macroeconómico. Y no se trata de “apenas” un 0,14 por ciento del PIB. A estas alturas de la deformación estatal cada decimal cuenta. Porque todos se rasgan las vestiduras por la educación pública pero nadie acepta contribuir a ella. ¿Cuánto iría para educación si no hubiera que cubrir los déficits de Aerolíneas Argentina, Aysa y la Casa de Moneda, las tres peores este año? Para mensurarlo, en 2023 el déficit total de las empresas públicas representó un 0,9 por ciento del PIB. Salarios y jubilaciones bajos no son consecuencias del presente sino de décadas de irresponsabilidad fiscal.

Puesto así pareciera que la ineficiencia no es responsabilidad de la universidad y sólo le queda esperar mejores políticas nacionales y provinciales. Pero es conjunta, si bien algunas alternativas involucran unos actores más que otros. Para resumir las más generales, una sería sincerar la situación con reglas más duras de ingreso y permanencia, que permitirían aplicar los recursos con mejores resultados. Otra, ofrecer (no necesariamente la universidad) conjuntos coherentes de conocimientos en plazos breves, lo que evitaría la frustración del abandono, como tecnicaturas, diplomaturas o cursos certificados. Para poner una referencia (no necesariamente copiar), la UTN-BA ofrece centenares de cursos, en general online, útiles para desempeño laboral. Tercera, terminar con la injusticia social de que no paguen quienes podrían hacerlo. Con aranceles razonables se financiarían becas para estudiantes de bajos ingresos pero buen rendimiento.

Sólo aumentar el presupuesto universitario no mejorará el país. Sí la situación de docentes y no docentes en el corto plazo, pero si su tarea está mal encaminada, es desperdicio.