Parece un relato mitológico, y sin embargo es un capítulo de la historia. La Batalla de Tucumán, de la que mañana se cumplen 212 años, es un hecho de trascendencia monumental, al igual que una gesta absurdamente invisibilizada. Repasarla es tomar nota de la incomodidad que provoca.

La geografía norte de nuestro país comienza a tomar forma en ese momento. El triunfo de los Decididos y del Regimiento de Dragones, así como de patriotas de Jujuy y de Salta (de ellos también es la gloria del 24 de Septiembre de 1812), representa el cese de la penetración de las tropas realistas en el territorio de lo que hoy es la Argentina. La frontera norte de estas australidades comienza a definirse entonces. Se hace realidad un objetivo de José de San Martín, entre otros: que Tucumán fuera, de mínima, el límite septentrional de las Provincias Unidas. Así que este país fue primero federal, y sólo muchas décadas después fue constitucional, republicano y representativo.

Contra todo pronóstico

La Batalla de Tucumán es una verdadera patriada, pero no sólo por lo que logra, sino por la decisión misma de librarla, contra todos los pronósticos. Ahí es cuando aparece la figura incomparable de Bernabé Aráoz: un verdadero héroe de la patria que espera ese reconocimiento del Congreso de la Nación a partir del proyecto de ley presentado en abril por la senadora peronista Sandra Mendoza, idea que en años anteriores enarboló la ex senadora radical Silvia Elías de Pérez.

En LA GACETA, el historiador Carlos Páez de la Torre (h) reconstruyó aquella hora de sangre y fuego. El enemigo, el ejército realista comandado por el peruano Juan Pío Tristán, es una fuerza militar regular, mejor armada y entrenada que las huestes de Belgrano. El Ejército del Norte viene en retirada. No estaba en condiciones de enfrentar al enemigo en Jujuy, y cumpliendo órdenes del Triunvirato de replegarse hasta Córdoba, emprende el Éxodo Jujeño: puro sacrificio y patriotismo. Civiles y militares lo abandonan todo y queman lo que no pueden llevarse. La amarga marcha comenzó el 23 de agosto y cuando Belgrano llega a La Encrucijada (departamento Burruyacu) Bernabé Aráoz lo encuentra y le plantea que aquí es donde hay que dar la pelea. El “Padre de la Bandera” expone cuántos hombres y recursos necesitaría. Aráoz le ofrece el doble.

Pío Tristán ignora que Belgrano va a obtener tamaños refuerzos: San Miguel de Tucumán es apenas una plaza de 5.000 habitantes y los espías reportan algunos soldados, pero el peruano imagina a Belgrano marchando a Córdoba. Esa circunstancia empieza a escribir un quiebre en la historia.

El enemigo quiere perpetrar un castigo ejemplificador: el Cabildo local fue de los primeros en avalar la Revolución de Mayo de 1810. Pío Tristán deja un batallón en El Manantial, para cortar toda comunicación con Santiago del Estero y Córdoba. Y marcha con el resto a San Miguel de Tucumán. Como no espera resistencia, no ha armado su artillería, transportada en mulas. Pero, en el Campo de las Carreras (cerca de la ex Quinta Agronómica de la UNT) lo reciben a cañonazos. Juan Ramón Balcarce, desde la derecha, le cae encima con sus tropas. El medio de la línea también triunfa.

Los realistas se desbandan y arrastran a su jefe de vuelta hasta El Manantial. Pero el batallón que ha quedado apostado al sur, debidamente desplegado, se suma al combate y lastima seriamente el ala izquierda de los nuestros. Ellos también se desbandan y arrastran consigo a Belgrano.

Cuatro historias hablan del legado menos amable de la Batalla de Tucumán

El saldo es positivo para los patriotas y el mayor general Eustoquio Díaz Vélez se repliega a la ciudad: se lleva 600 prisioneros y la mitad de sus cañones. La batalla está terminada. A la noche de ese jueves eterno, Pío Tristán cañonea el viejo campanario de Santo Domingo y amenaza con quemar la ciudad. Díaz Vélez, avalado por Aráoz, contesta que si lo hacen, degollarán a los prisioneros.

En la mañana del viernes 25, Belgrano regresa con 600 hombres a caballo y exige la rendición realista. Le recuerda a Pío Tristán que él es americano. Su enemigo se indigna, pero toma una decisión que lo cambiará todo: decide retirarse a Salta. La batalla está ganada. La historia de la Argentina, a inicios del siglo XIX, está escribiéndose en Tucumán. Y la escriben los tucumanos.

Contra todo olvido

Aráoz arriesga vida, honor y hacienda, pero de verdad. A los patriotas jujeños que vienen caminando desde su provincia, los asila y ordena faenar centenares de cabezas de ganado de su propiedad para darles la primera comida decente del mes. Luego, a sus leales, también los recompensará con su propia fortuna. No establece un régimen de “fuero gaucho”, como ese otro prócer que es Martín Miguel de Güemes. En Salta, las tropas del caudillo pueden tomar ganado y cosechas de haciendas para satisfacer sus necesidades. Son contextos diferentes, claro está. Pero Aráoz, aquí, pagará entregando parte de sus propias tierras a quienes brindaron semejante servicio a la patria.

La batalla de hace dos siglos fue un hecho descomunal que abona la tierra tucumana para que aquí germine la Declaración la Independencia de 1816. Páez de la Torre (h) explicaba que al afincarse aquí el Ejército del Norte se generará un crecimiento económico real (en esta provincia se gastaban los sueldos que se pagaban a las tropas), además de que Tucumán pasará a contar con un hospital militar. Entre la gloria, el recelo contra el centralismo de Buenos Aires y la infraestructura de Tucumán, se resolvió luego que el Congreso emancipador se diera cita en esta patria chica.

El gobernador era nadie menos que Bernabé Aráoz. Nadie como él, y como su pueblo, pueden atestiguar el ruido de las rotas cadenas. Los tucumanos estuvieron dispuestos a ser borrados del mapa antes que a rendirse. Eso sí: si iban a reducirlos a cenizas, se llevarían consigo a todos los enemigos que pudieran. Nadie iba a entrar amablemente en la oscura noche de la opresión.

Contra todo parecido

El 24 de Septiembre de 1812 interpela a la clase dirigente en toda su dimensión. Tanto en esta provincia como en este país, donde la actividad política parece ser un seguro anticíclico para protegerse de las crisis, antes que un servicio de entrega y sacrificio por la comunidad.

Pero la fecha también interroga a los tucumanos. Hoy, a 212 años de una de las horas más gloriosas de nuestra historia, ¿qué batalla creen que está ganando Tucumán? O, si se prefiere a modo de consuelo: ¿en qué se sienten victoriosos los que pueblan estas tierras donde los tucumanos le torcieron el brazo al destino, para ellos, para la posteridad y para todos los hombres que quieran habitar el suelo argentino?