Por Juan Ángel Cabaleiro
Para LA GACETA - TUCUMÁN

Antes, en un mundo que parece lejano y perdido, los periodistas manejaban un par de buenas reglas para escribir artículos sensatos e interesantes: una de ellas era la llamada “pirámide invertida” que consistía en presentar los hechos importantes al principio, de manera concisa y directa, para ir desgranando luego el resto de la información, con los detalles menos sustanciales. Una fórmula sencilla para escribir malos artículos es hacer todo lo contrario, como ocurre con frecuencia en la actualidad.

Si un lector de prensa quería enterarse de lo fundamental de la noticia, tenía la posibilidad de consultar solo el título, la entradilla y el primer párrafo del artículo o la nota, y con eso era suficiente; para ahondar en los detalles estaba todo lo demás. Se trataba de un pacto respetuoso y profesional, muy práctico, entre el periodista y sus lectores. Ahora, este tipo de artículos ralea, y se va imponiendo lo contrario: la pérfida manía de regatear la información anunciada, de postergarla de forma abusiva, como si la finalidad del periodista no fuera brindar la información sino escamotearla.

Maestros de la intriga

Algunos de estos periodistas se han convertido en maestros de la intriga, como si abrevaran en la literatura policial, copiando sus trucos y artimañas. La prioridad ya no es informar, sino generar curiosidad, engatusar al lector para que entre al artículo y permanezca entrampado en él, porque con eso, entiendo, se hace caja. De ahí los títulos mañosos en los que se promete algo que tal vez se cumplirá después, más adelante, no sabemos cuándo y en qué medida: “El verdadero motivo por el que Fulana abandonó a Mengano” o “El ingrediente secreto para que la pizza no engorde” o “¿Van a subir las tasas de interés?”. Todavía no lo dicen, pero lo saben y prometen contarlo. Paciencia.

Esta forma ya un poco irritante de titular suele ir acompañada de subtítulos que generan los primeros sarpullidos, como podrían ser, respectivamente: “La mediática pareja se habría distanciado tras un insólito episodio doméstico”, “La delgadez podría estar al alcance de todos los pizzeros, en el almacén de la esquina”, o “Un dato clave para multiplicar fácilmente nuestros ahorros surge tras la decisión de BCRA”. A lo que seguirán largos párrafos con las biografías de Fulana y de Mengano, la historia y evolución de la pizza en el mundo y el reglamento interno del Banco Central. Después, ya veremos.

Se crea así un misterio dilatado y postizo cuya solución caerá, con suerte, al final de los respectivos artículos, por lo que el lector más o menos avispado se saltará toda la cháchara y el relleno del inicio para ir directamente allí a buscar la respuesta, a desilusionarse, por lo general, con ella. (Digamos, también, que el lector verdaderamente avispado ignorará de plano tales artículos, a tales medios de comunicación, e incluso a las sociedades en las que estos prosperan).

Nos enfrentamos, en muchos casos, a ocultadores profesionales de la información, a trileros de feria que tienen tal vez un dato, pero que no te lo van a mostrar hasta que no jueguen un buen rato contigo, paciente y manipulado lector. Te obligarán al suplicio infumable de la postergación ad infinitum antes de lanzarte el mísero caramelo informativo que tenían preparado.

¿Derechos del lector?

Porque un mal artículo parece fundamentarse en dos premisas básicas: irritar al lector y hacerle perder el tiempo, cosa que, si es inteligente y conserva un resto de amor propio, abandone el medio en cuestión para siempre y desconfíe de la prensa en general. O entienda que es hora de exigir aquello de lo que alguna vez se habló y hoy parece olvidado: los derechos del lector. Derecho, al menos, a no ser tratado como idiota, a no ser manipulado y, en un mundo en el que todo se cuantifica y se matematiza en exceso, no ser considerado una simple mercancía, un algoritmo o un dato más para las estadísticas.

© LA GACETA

Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.