A Rubén Eduardo Ledesma (31) sus vecinos del barrio Costanera, San Miguel de Tucumán, lo llaman “Popi”. Popi cuenta que no conoce los nombres de las calles porque no sabe leer ni escribir: desde los 8 años tuvo que dejar la escuela y salir a “cartonear” con su padre, cuando surgió esta práctica, tras la crisis del 2001.

Todos los días, Popi se interna en esas calles de nombres desconocidos, pero que conoce muy bien, para buscar chatarra, cartones y botellas para vender. Las transita por la mañana y por la noche; camina entre 12 y 16 horas; recorre entre 15 y 20 kilómetros; consigue entre 4 mil y 3 mil pesos diarios; cuando tiene suerte, 10 mil.

La crisis económica dispara la demanda de dos viejos oficios en Tucumán

Para encarar esa labor, tiene que aceptar una ecuación que requiere mucho esfuerzo en tiempo y espacio para un resultado muchas veces escaso en dinero. Y la tarea exige, además, el conocimiento de la cartografía urbana del cartón, de los plásticos, de los vidrios y los metales. Popi sabe dónde encontrar cada cosa.

Desde hace muchos años, además, sabe dónde y cómo encontrar, entre la basura, comidas desechadas o vencidas que ayuden a la mesa familiar. Si la recolección es buena, incluso, podrá vender parte de esos alimentos recuperados a sus vecinos.

Alimentos extraídos de la basura

Las constantes crisis económicas del país empujaron a los sectores más frágiles de la sociedad a consumir alimentos extraídos de la basura o vencidos como una forma de subsistir frente a la falta de recursos. Esta circunstancia es habitual desde hace décadas, probablemente agravada desde el 2001.

Especialistas y vecinos de la periferia de Tucumán revelan que, a partir de la pandemia, se estableció la venta de desperdicios como una práctica corriente. En los últimos meses, aseguran, hay un crecimiento cotidiano en la demanda de estos productos.

Finalmente, en estos barrios populares, la compraventa de alimentos recuperados de la basura para evitar el hambre se consolidó como una práctica frecuente, marcada por la necesidad de supervivencia y la solidaridad. Los profesionales advierten respecto de hasta donde tantos años de crisis sostenidas pueden corrernos el límite de lo que naturalizamos.

“Argentina es un país que produce alimentos para 500 millones de personas y viven 45 millones, por lo tanto, el problema no es que los alimentos no sean suficientes, sino que la distribución no es inequitativa y además es moralmente incorrecta: los informes del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA nos están diciendo que el 60% de los chicos de van a dormir con hambre en Argentina”, detalla el profesional.

La compraventa

Al final de la jornada, cuando Popi está volviendo al barrio, más de 50 personas comienzan a enviarle mensajes al celular con la esperanza de que el hombre haya recolectado algo de mercadería que pueda permitirles preparar un plato de comida por un precio acorde a su estrechez y su apuro. Esta misma dinámica se da con otros recicladores urbanos de distintos barrios periféricos que, al igual que Popi, tienen su propia demanda.

“Yo lo veo como una ayuda para ellos y para mí”, explica Popi. “Cuando recibo los mensajes voy armando las bolsitas con lo que me piden, pero si alguno no tiene para pagar igual se las dejo; después me buscan para darme el dinero, pero yo tampoco se los cobro”.

Los pedidos comienzan de madrugada y siguen llegando a primera hora de la mañana. En base a ellos, Popi organiza los repartos: con las verduras encontradas arma bolsitas para los guisos; revisa retazos de carne desechados en carnicerías y selecciona los que pueden ser consumidos; prepara los “cueritos” de pollo que descartan las pollerías y que los vecinos utilizan para comer y extraer aceite. Además, ofrece alimentos vencidos que son muy demandados como leche, yogur, chocolate y golosinas.

Subsistencia solidaria

“No se trata de una cuestión comercial sino que es una práctica de supervivencia”, aclara Emilio Mustafá, psicólogo social y director de asistencia y atención en materia de drogas perteneciente al Ministerio de Desarrollo Social. El profesional conoce el territorio tras años de trabajo técnico en estos barrios populares y asegura que la dinámica no responde a un vínculo de lucro sino a una forma de organización solidaria.

“Sin embargo, no deja de ser patológico desde el punto de vista de la degradación social, porque es indignante que alguien tenga que buscar su alimento en la basura de otros”, manifiesta el especialista. “Pero a la vez es una forma de sobrevivir y sostener una forma de vínculo, entre el que va a juntar y el que le compra, que resuelve las necesidades de ambos en una crisis como esta”.

Según vecinos y especialistas, los valores de alimentos con estas características suelen ser hasta un 70% menor al de los mismos productos “no desechados” en kioscos o almacenes. “Hoy, un kilo de papa cuesta mil pesos; un kilo de tomates, 1.500”, dice Popi. “Yo les armo una bolsita con verduras por 300 pesos, ellos le sacan las partes en mal estado y pueden hacerse un buen guiso”.

Rubén Eduardo Ledesma.

Estrés alimentario

A pesar de todo su esfuerzo y estas prácticas extremas de supervivencia, Popi debe convivir diariamente con el estrés de convivir de un acceso incierto a los alimentos, no solo con la imposibilidad de una dieta saludable sino incluso el acceso a un plato de comida.

“Nos organizamos entre varias familias y ponemos todos para la olla”, detalla. “Aún así comemos al día y no queda para la noche a veces. Muchas veces por las noches sólo tomamos mate cocido porque no hay para volver a cocinar. Así vivimos”, revela Popi con templanza y determinación, sin ánimo de resignación frente a estas circunstancias difíciles.