Imaginemos que el magnífico teatro Colón no está ahí, en plena avenida 9 de Julio, a un puñado de metros del Obelisco. Imaginemos que a ese espacio, el corazón de la ciudad, lo ocupa una estación del ferrocarril. Imaginemos una multitud congregada, apretujada y maravillada ante el milagro de la tecnología. Ojos bien abiertos, el asombro dibujado en cada gesto. Imaginemos que estamos allí un día como hoy, 30 de agosto, pero de 1857, y somos testigos del primer viaje en tren registrado por la historia argentina. ¿Qué sería de nosotros sin la capacidad de imaginar?

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Un poco de contexto. Juan Manuel de Rosas ya transitaba el inexorable exilio europeo y el país contaba con una Constitución sancionada en 1853, pero las cuentas distaban de estar saldadas. La convivencia pacífica entre la Confederación Argentina -presidida por Justo José de Urquiza, con capital en Paraná- y el rebelde Estado de Buenos Aires -gobernado por Pastor Obligado, con el tándem Alsina-Mitre moviendo los hilos- tenía fecha de vencimiento. La guerra aguardaba a la vuelta de la esquina y la victoria sería para el bando porteño. Pero antes, la futura Reina del Plata se daba el gusto de asomarse a la modernidad inaugurando nada menos que la primera línea férrea nacional.

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Quienes visitan el museo “Enrique Udaondo”, en la localidad bonaerense de Luján, se encuentran con La Porteña. Así bautizaron a la locomotora que tiraba del convoy para un recorrido primigenio de 10 kilómetros durante aquel invierno de 1857. La visita vale la pena; La Porteña luce impecable, lustrada con esmero, instalada sobre rieles. Como si estuviera a punto de partir. Una vez más la invitación es a proyectarse en el tiempo e imaginarla en acción, surcando a tope -25 kilómetros por hora- por un trazado llamado a convertirse, no mucho después, en un enjambre de calles y avenidas. La máquina era de fabricación inglesa y contaba con una frondosa historia encima, ya que había participado en el movimiento de tropas durante la Guerra de Crimea. La trajo a Buenos Aires un buque -el Borland- que tocó puerto en la Navidad de 1856.

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“El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes, y se le insinúa en las entrañas”. Para Sarmiento la vastedad del territorio no era un problema; era un mal. O sea, una enfermedad. En otras palabras: el campo propicio para que la barbarie hiciera de las suyas. Al remedio, o al menos un paliativo, lo apreció durante un viaje a Estados Unidos: el tren. El caballo era el símbolo del atraso; el ferrocarril venía a sacarlo de la cancha con su avallasadora impronta civilizatoria. “Los caballos, en la escritura de Sarmiento, están siempre en movimiento para impedir el avance de la civilizacion. Una y otra vez, viñedos en Mendoza, sembradíos en San Juan, son destruidos por el paso de los caballos que el lector de Sarmiento debe adscribir, decididamente, al bando federal”, escribe la investigadora Cristina Iglesia (investigadora de la UBA). En cambio, agrega: “el viaje de Sarmiento por Estados Unidos describe el asombro y el entusiasmo que le despierta ese ‘pueblo en viaje’ o ‘país en movimiento’; imágenes simétricas con las que nombra a los americanos del norte”. No será casual que Sarmiento acompañe a bordo al presidente Nicolás Avellaneda cuando finalmente el tren llegue a Tucumán, el 30 de octubre de 1876. Cada ciudad que se sumaba a la trepidante red ferroviaria nacional era una pequeña gran victoria para el cuyano alborotador.

El tren de la Quebrada de Humahuaca ya está sobre rieles

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Pero no fue Buenos Aires la primera urbe de Sudamérica que disfrutó las mieles del tren. En 1848 se inauguró un tendido en la Guyana Británica, aunque tratándose de una colonia los historiadores parten aguas al momento de catalogarla y por eso hay consenso otorgándole ese privilegio al Perú. El 17 de mayo de 1851 se habilitó el ferrocarril que unía Lima con el puerto del Callao, construido por una compañía inglesa y con un recorrido total de 14 kilómetros. Y antes de todo esto, extendiéndonos a Hispanoamérica, en 1837 ya corría un tren por territorio cubano.

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La clave, conviene advertirlo, fue la invención de la máquina a vapor, punta de lanza de la revolución tecnológica que cambiaría la economía mundial. Fue así que la mariposa que a lo largo del siglo XVIII aleteó en los laboratorios de Thomas Newcomen, James Watt y Richard Arkwright provocó un tornado planetario. De esta tecnología -un motor de combustión interna capaz de generar una fuerza cinética, a base de agua- se valieron Richard Trevithick y Andrew Vivian para idear la primera locomotora a vapor que se desplazaba sobre rieles. Esto sucedió en 1802-1804. Y la posta, finalmente, llegó al ingeniero George Stephenson, diseñador de una máquina dotada de la potencia suficiente para arrastrar vagones. En 1825 comenzó a circular el primer ferrocarril cubríendo el tramo Stockton-Darlington, al noreste de Inglaterra. Así se escribe la historia.

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Junto a La Porteña desembarcaron del Borland cuatro coches, cada uno con capacidad para 30 pasajeros. Eran vagones lujosos, de cuatro ejes, iluminados con lámparas de aceite. También llegó una segunda locomotora, a la que se bautizó La Argentina. El 29 de agosto la formación hizo un viaje de prueba, con la misión de cerciorarse de que todo saldría bien al día siguiente, cuando el tren recibió la inauguración oficial. Fue así que un día como hoy La Porteña, conducida por el maquinista italiano Alfonso Covassi, y los 120 entusiastas pasajeros a bordo del tren protagonizaron un histórico recorrido entre las estación del Parque (como quedó apuntado, donde se erigiría el teatro Colón) y Floresta (actualmente. el barrio de Flores). No deja de ser una linda caminata por Buenos Aires seguir ese trayecto: va por la actual calle Libertad, siguen dos curvas y contracurvas, y toma la calle Lavalle. Con el tiempo se convertiría en la línea Sarmiento.

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Hasta las primeras décadas del siglo XX el país fue escenario de una impresionante fiebre ferroviaria. Firmas inglesas -en su gran mayoría- y francesas se encargaron de tender rieles a todo vapor: En 1870 había 177 kilómetros de vías y en 1900 ya eran 16.500 kilómetros. Pero el mapa no lucía como una telaraña, sino como un trazado de tentáculos que confluían en un embudo: Buenos Aires. Esa foto es la del modelo económico que la generación del 80 decidió para la jovencísima Argentina; un sistema de transporte destinado llevar la producción agrícola-ganadera y los pasajeros a los puertos de Buenos Aires, Rosario y, más tarde, Mar del Plata, Bahía Blanca y Neuquén. El tren cumplió con éxito ese cometido y se erigió como el símbolo de una época de prosperidad. Un símbolo metódicamente destruido, como en pocos países se vio, y que se sintetiza en aquella infeliz frase de un ex presidente: “ramal que para, ramal que cierra”.