El tren de la fama, la gloria y la fortuna no se detiene en cualquier estación. Pasa a tanta velocidad que treparse deviene en misión imposible, ni siquiera con un salto a lo Tom Cruise al furgón de cola. Sucede que los tickets están reservados a muy pocos: a privilegiados, a talentosos, a iluminados o, simplemente, a gente con suerte. Pero mucho más dramático que perder el tren es saberse a bordo y, de pronto, mientras de fondo suena una risotada burlona de la historia, ser bajado de una patada. Y conste que a Pete Best no lo echaron de un carguero o de nuestra vieja, querida y traqueteante Estrella del Norte. A Best lo eyectaron de un lujoso camarote del Expreso de Oriente y ahí quedó, rumiando la derrota. Sin el té servido en el coche comedor, vajilla de porcelana y scons mediante. Un día como hoy a Pete Best lo despidieron de The Beatles. Y el tren, por supuesto, jamás volvió a merodear el andén de su vida.

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Best fue un beatle hecho y derecho durante alrededor de dos años; tanto que su entorno calaba hondo en el ecosistema de la banda. En casa de los Best ensayaban y fue en casa de los Best donde se firmó el contrato que oficializó a Brian Epstein como manager del grupo. Y estaba el “factor Aspinall”, claro. Neil Aspinall había empezado como chofer durante las giras -luciendo el pomposo y exagerado rótulo de road manager- y con absoluta naturalidad terminó invitado a la mesa chica de unos Beatles sumidos en pleno proceso de maduración. Aspinall alquilaba una habitación en casa de los Best y se convirtió en amante de Mona, la mamá de Pete (hasta tuvieron un hijo, reconocido por Aspinall años después). Pero ni siquiera el bueno de Neill fue capaz de salvar a Pete de la guillotina.

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“En el mundo sólo hay algo peor que ser la persona de la que se habla y es ser alguien de quien no se habla”. (Oscar Wilde)

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¿Qué se le habrá cruzado por la cabeza a Terry Reid cuando Jimmy Page le ofreció ser el cantante de la banda que estaba formando? No sólo le dijo que no; también le recomendó a Robert Plant, a quien Terry describía (o veía) como la encarnación de un dios griego. El tren de Led Zeppelin pasó para Terry, como pasó para el guitarrista Henry Padovani el tren de The Police, proyecto del que se bajó incluso cuando Sting ya había sumado a Andy Summers y le proponía funcionar como cuarteto. Hay varios casos similares y para conocerlos en detalle vale apelar a “Losers” (perdedores), libro del periodista Maximiliano Poter que además de estar muy bien documentado reviste de humanidad a este frustrante club de desafortunados. Tipos sedientos que intentaron recoger el agua de lluvia con un balde agujereado. Pete Best es el más notorio de todos.

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El péndulo que medía la fuerza interior del grupo reposaba en los comienzos sobre los hombros de John Lennon. Sin discusión, esos protobeatles eran la banda de John. Diez años más tarde terminó siendo la banda de Paul (o así lo decidió el propio McCartney, en fin). Durante ese período 1960/62 los Beatles tenían un guitarrista menor de edad como George Harrison y un cisne llamado Stuart Sutcliffe, alma libre, noble y efímera. Pete Best siempre estuvo ahí, batiendo parches a lo largo de aquellas interminables residencias de los Beatles en Hamburgo o en las noches de The Cavern. Pete era, también, el favorito de las chicas en Liverpool, el más victorioso en ese campo. ¿Qué podía fallar?

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“La mala suerte es solo una excusa para no asumir la responsabilidad de nuestras acciones”. (De la sabiduría popular)

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Los innumerables biógrafos de la beatlemanía se dan la mano en algunos puntos. En otros no tanto. Sí coinciden en que la química con Pete no fluía. En Alemania, Pete se cortaba solo mientras John, Paul y George se movían en bloque. Y al contrario de sus compañeros, Pete se negaba a apelar a las anfetaminas (las famosas pastillas de Preludin) para conservarse enérgico durante las interminables sesiones tocando covers en los antros de Hamburgo. Pete mantenía distancias mientras el núcleo duro de los Beatles iba trocando camaradería por amistad. También había un toque de celos por el éxito de Pete con las chicas. La sensación, de todos modos, era que las cosas marchaban. Hasta que John, Paul y George recibieron el pedido/orden de cambiar al baterista y se dieron cuenta de que, a fin de cuentas, Pete no era otra cosa que un fusible.

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EL IMPACTO. Mersey Beat, la publicación de cabecera entre la juventud de Liverpool, daba la primicia: “¡Los Beatles cambian baterista”. Entra Ringo, sale Pete.

Best tocaba bien. Eso sí; sin un pelo de magia. No dejaba de ser un baterista con oficio. Correcto, suficiente para The Cavern, Hamburgo o algún saloncito del interior profundo de Inglaterra. Pero cuando la banda entra al estudio de EMI en Abbey Road y George Martin le explica a Brian Epstein que debían cambiar al batero, el resto se encoge de hombros. “Echalo vos”, le dicen al manager. Cero remordimiento. Ya le habían echado el ojo a Ringo Starr, por lejos lo mejor de Rory Storm and The Hurricanes, una más de las tantas banditas que pululaban por Liverpool. Ringo no sólo era buenísimo, creativo como buen zurdo; Ringo tenía -tiene- ángel. Por eso el descontento inicial de los fans de Pete duró lo que una tormenta en verano. Los Beatles explotaron y de ese tren, el más formidable del que se tenga memoria en la historia de la música, Pete Best voló atravesando el vidrio astillado de una ventanilla. Y allí quedó, en la banquina.

Cuál fue el origen de 10 canciones célebres de The Beatles

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Cuando la banda editó su antología vieron la luz oficialmente las grabaciones primigenias, con Pete Best al volante. Royalties que, finalmente, hicieron de Pete un módico millonario. Antes y después siguió viviendo de ese personaje: el beatle que fue y, a la vez, no fue. Llevó a rastras su historia raspando la olla del infortunio que implicó no ser un fab four. Intentó suicidarse y superó depresiones de toda clase hasta que, según afirma, encontró la paz interior. Pero, ¿puede cicatrizar una herida de semejante naturaleza? El 24 de noviembre Pete cumplirá 83 años.

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“Pete, no sé cómo decirte esto... Los chicos te quieren afuera” (Brian Epstein, 16 de agosto de 1962). Once palabras para sentenciar un destino.