Por Verónica Juliano

He pensado bastante cómo titular estas notas breves. Diversas imágenes me sugerían posibles direcciones, pero he optado por pensar en términos de una genética del mal, que vertebra el linaje reconstruido en esta especie de novela familiar que es, también, “Obsidiana”. Digo especie de novela familiar porque la bondad del género novelesco nos permite libertades para ingresar al texto de modo muy diverso. Tomo esta licencia. Y digo también porque “Obsidiana” puede (debe) leerse como una narrativa del presente que recupera un momento crucial en nuestra historia cercana: el final del siglo XX.
“Obsidiana” es el segundo libro publicado de Verónica Barbero. El primero, “Aquí se restauran niños y vírgenes”, acaba de ser reeditado, también, por Gerania. En ambos casos bajo la dirección editorial de Nacho Jurao, la edición literaria de Diego Font y el arte de Ximena Foguet, tanto en las portadas como en el interior de los libros.
Los lectores solemos compendiar imágenes o escenas memorables. Como coleccionistas de citas, volvemos obsesivamente a ciertas “zonas” de los libros que amamos. En las primeras páginas de “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, relato fundante para la novela latinoamericana contemporánea, encontramos una definición tan ajustada como fundamental para entender la dimensión del mal diseminado. De Pedro Páramo se dice que es un rencor vivo. No se dice que tiene o guarda rencor; tampoco que es rencoroso. Se afirma un estado del ser. Una suerte de ontología del mal. Una permanencia y, también, una extensión en el tiempo. Como el Manchado, personaje de María Teresa Andruetto, de quien se afirma que muy malo era. Como ven, otro vicio que tenemos los lectores es armar pequeñas series para inscribir los nuevos textos.
Pienso que “Obsidiana” se imanta hacia esta tradición narrativa poblada por personajes irredentos cuya maldad no es causa ni consecuencia, sino estado inmutable. Son malos sin remedio. Y en esa irremediabilidad, Vero Barbero consigue instalar un problema filosófico.
“... Creo que llevo un defecto de fábrica, un gen maligno que viene por línea paterna. Algunas nacen buenas. Yo no. Tal vez sea por haber sido alimentada por la marmicoc del mal, donde Emma hervía todo tipo de cosas repugnantes...”, expresa Fiorella, la protagonista.
La olla marmicoc actualiza, o reversiona, los calderos en donde las brujas elaboran sus pócimas. Un caldo aborrecible que se cuece a fuego lento y en el que abrevan Fiorella y sus antepasados.
La novela abre con un epígrafe del poeta peruano César Moro, cuyas palabras anuncian formas del impulso estético y erótico, recurrentes en el texto. Dicen: “Te quiero con tu gran crueldad…”. La dimensión del querer se halla completamente escindida del amar. Como un cuerpo retorcido, querer significa poseer, acumular, dañar, regodearse en el sufrimiento, desdeñar. Ningún personaje, aquí, es capaz de amar o de sentir compasión. Ni siquiera los gurúes finiseculares que pululan ofreciendo redenciones.
La estructura
“Obsidiana” consta de dos partes. En la primera se intercalan, e irrumpen con el presente de la narración, breves capítulos denominados Arqueología I, II, III y IV, que recuperan la memoria familiar. Se descubre, en ellos, una estirpe de colonos que, atraídos por la promesa del oro y la abundancia, en lugar del Edén, encuentran un pantano. Es sabido que todo árbol genealógico se imbrica con los relatos de la Nación y devela el engorroso problema de la identidad y la compleja figuración de la alteridad.
Una sociedad cimentada en el desprecio hace de él una potencia instituyente: nada bueno puede surgir de uniones extrañas y peligrosas, juzga o vaticina -sin error- la suegra de Emma, abuela de la protagonista. En la segunda parte, de menor extensión, ingresa con mayor fuerza al relato un elemento constitutivo de la poética de la autora: el universo esotérico y la exploración onírica, que contaminan los bordes de lo real, inquietándolo.
La escritura de Verónica Barbero encuentra su germen en el corazón del daño, metáfora viva que María Negroni aporta al mundo y tomo prestada. Parece decirnos que en el comienzo de las cosas no está el pecado original sino la maldad más pura. Que hay alguien o algo que respira detrás nuestro y nos tracciona. Una fuerza poderosa, destructora e invencible, como el fuego mutado en piedra de obsidiana o como la más cruenta experiencia transformada en escritura.