No es ninguna novedad, pero los rincones ocultan sorpresas. Son sitios en los que crece la incertidumbre y el misticismo. No es común visitarlos, pero una sola es suficiente para encontrar una novedad. El Rincón de los valles tafinistos es de esos sitios ficticios. Metros y metros separan a las casas entre sí. No hay un aglomerado que agrupe a todos los habitantes, pero todos se conocen.
“¿Los Monroy? ¿Los chicos que juegan al fútbol? Ellos viven a la par de una casa de dos pisos. Seguro que ahí lo encuentran”, dice un vecino de la zona, que dio la precisión exacta del hogar de Álvaro (18 años) y Facundo Monroy (17).
El mayor es volante central; el menor, arquero. Posiciones contrapuestas que nacieron a partir de una situación curiosa: como eran dos, uno estaba obligado a atajar cada vez que jugaban. “Me acuerdo que cuando eran chicos le compré unos botines a Álvaro y no se lo sacaba ni para dormir. Entonces cuando jugaban al fútbol, Álvaro siempre era el que pateaba y Facundo tenía que atajar”, dice Diego Monroy, padre de los hermanos que tienen una especie de riña cada vez que ponen a prueba sus capacidades. “Me gustan dos cosas: la primera es volarme; la otra, atajar los remates de Álvaro para después hacerle burla. Siempre lo molesto con eso”, dice Facundo.
Como en muchas familias, el fútbol es el punto de conexión; la pasión compartida. “Mi papá trabajaba en una obra con uno de los jugadores del Churqui, un club de Tafí, que nos invitó a que juguemos desde Cebollitas”, cuenta Álvaro, que pese a su corta edad es el capitán de Unión del Valle. “Es una gran responsabilidad. No me lo esperaba porque era muy chico. Fue una sorpresa que me dio el ‘profe’; un orgullo”, reconoce.
El joven no sólo se destaca por la habilidad dentro del campo de juego, sino que es un ejemplo de superación dentro y fuera de las canchas. La necesidad económica lo llevó a trabajar en el cultivo de frutilla. “Antes trabajaba en las obras; era capachero. Después mi papá se fue al sur para trabajar en la selección de plantines de frutilla y mi mamá me llevó a trabajar con ella en el cultivo de frutilla en Las Bolsas, un lugar que queda pasando El Infiernillo”, relata. “Uno siempre se va en búsqueda de buscar algo mejor para la familia, pero no me fue tan bien. Me fui en marzo a El Maitén, Chubut, pero volví para estar cerca de la familia”, explica Diego.
Álvaro confiesa que la coordinación de horarios fue un reto durísimo de superar. “Cuando iba a trabajar, siempre llegaba sobre la hora. Entraba a la casa, me pegaba una ducha rápida y pasaba al entrenamiento. Lo bueno es que ahora mis padres me dijeron que deje de laburar y que me dedique a entrenarme”, aclara el volante que debe recorrer más de 20 kilómetros para llegar al campo de entrenamiento.
Facundo, por su parte, está terminando los estudios secundarios, aunque ya tiene en claro qué carrera seguirá. “Estoy en el último año de la escuela de El Potrerillo. Es fácil porque entró a las 8, salgo a las 13 y tengo libre la tarde por lo que no tengo problemas para ir a los entrenamientos en Unión. El año que viene quiero hacer la prueba para entrar a la Policía”, dice. “Los dos nos vamos a inscribir; yo no pude antes porque egresé el año anterior que fue cuando se la había hecho, y esos ingresos se hacen cada dos años. En ese momento no tenía los títulos; así que estoy esperando”, completa Álvaro.
¿Qué motivos lo inspiran a seguir con la profesión? La primera es la rápida salida laboral. “Terminás y tenés trabajo, algo que es muy difícil para nosotros”, dice el mayor. Pero no es la única razón. “Nos gusta cómo se ven. Queremos estar bien presentables, bien vestiditos, bien formaditos… (sic)”, indica Facundo. Todo esto hace que esa profesión sea el plan “A”, aunque también consideran al fútbol como una opción potable. “Ojalá nos podamos dedicar a esto. Sería increíble”, sueña Álvaro.
Claro, Álvaro y Facundo reconocen que todavía les queda mucho por crecer, aunque la aparición de Unión y sus sueños en la Liga se presentan como una oportunidad que desean explotar al máximo.