El anuncio del gobernador Osvaldo Jaldo sobre la necesidad de avanzar con una reforma de la Constitución provincial generó resquemores dentro del ambiente político y abre interrogantes entre quienes son ajenos a la discusión institucional. Sin entrar a valorar la oportunidad o conveniencia de debatir en este momento un rediseño de la Carta Magna, lo cierto es que cualquier decisión que se tome en ese sentido debería contar con la participación de todos los sectores y con un amplio acuerdo multipartidario.

“Estoy invitando a todos a una reforma de fondo en la provincia de Tucumán y en las leyes vigentes”, lanzó hace ya una semana el mandatario. Afirmó, además, que continuará con la marcha de su gestión mientras se trabaja en “reformas profundas”. Entre los temas centrales que aparecen bajo análisis sobresale el actual régimen electoral, cuestionado ya no solo por opositores sino también por los propios oficialistas. La eliminación del sistema de acoples, que permitió que hubiera en Tucumán en 2023 más de 18.000 candidatos, divide las opiniones. Hay quienes creen que debe ser excluido de la Constitución, y otros que advierten que no es necesario. También están quienes sostienen que es un buen sistema porque fomenta la participación ciudadana, y otros que aseguran que tergiversa la voluntad de los votantes. Se trata, en definitiva, de una discusión de segundo o tercer orden. Lo prioritario, en este caso, es saber hacia dónde se quiere ir como provincia.

Los constitucionalistas afirman que toda revisión de una Carta Magna implica una crisis. Efectivamente, Tucumán atraviesa desde hace años un estado de crisis que se potenció a partir de la sanción de la Carta Magna de 2006. En esa ocasión, de los 142 artículos de la Constitución de 1990, 83 no fueron modificados; se alteró el preámbulo y 40 artículos, se incorporaron 47 cláusulas nuevas y se suprimieron 10. Sin embargo, hay muchas disposiciones que no prosperaron por planteos judiciales: la integración de la Junta Electoral con el presidente de la Corte, el vicegobernador y el fiscal de Estado; la autorización al PE para organizar el Consejo de la Magistratura; reforma constitucional vía enmienda legislativa; la acusación contra el gobernador para el enjuiciamiento con el voto de tres cuartos de la totalidad de la comisión acusadora; la no suspensión de los funcionarios acusados en juicio político, y la declaración con tres cuarto de los votos de los legisladores presentes de la inhabilidad del gobernador, del vicegobernador o de la persona que ejerza el Poder Ejecutivo.

Los sucesos que siguieron a esa experiencia reformista demuestran que previo a cualquier avance, la política debe encontrar un consenso sólido desde el cual partir. ¿Suena descabellado pensar en una comunión de intereses? En esta parte del mundo pareciera que sí, pero hay ejemplos muy cercanos que dan cuenta de que los acuerdos son posibles. Y, sobre todo, de que brindan resultados concretos en favor de la sociedad. Uruguay, por caso, es el único país de América latina que tiene menos del 10% de pobres y una indigencia casi nula. Pero antes no fue así, en 2003, el país vecino tenía el 31% de su población por debajo de la línea de la pobreza. Principalmente, pudieron salir de la crisis a partir de un acuerdo entre el entonces gobernante Partido Colorado y la oposición. Entre todos, consensuaron medidas. De Chile puede rescatarse un ejemplo similar: en 1990, al final de la dictadura, había un 45% de pobres. Casi todo el arco político acordó un proyecto de país. Así, en 2015 sólo quedaba un 11,7%  de pobres.

Por supuesto que hay diferencias y matices, pero el concepto es el mismo: la importancia del consenso político y el acuerdo entre quienes piensan distinto. Cualquier decisión que parta de esas premisas tiene mayores chances de tener un impacto social positivo.