La celebración del Día del Amigo que se avecina suele renovar entre otros este interrogante: ¿un padre y un hijo pueden ser amigos? Por encima de criterios acerca de su factibilidad o no, predomina la certeza de que personas con esa condición son irremplazables. El dolor causado por la muerte de uno no se mitiga con la llegada de otro. Simplemente porque sus nombres y apellidos son intransferibles y las relaciones mantenidas no tienen correlato.

En los versos de su famosa canción “Cuando un amigo se va”, Alberto Cortez reveló que, a modo de “tizón encendido”, el recuerdo de ese compañero de andanzas (sus antepasados), solidario aún en la distancia, siempre permanece. Lo describió como una estrella que a pesar de su índole inasible, tenía el poder de generar continuas reminiscencias. El origen de esa escritura se remonta a 1969, año de la desaparición de su padre. Por estar muy alejado del lugar de las exequias, la cabala de brindar un recital no pudo asistir. Sin embargo, a poco de llegar al hotel donde se alojaba, en un arrebato de amor y melancolía incontratables, dejó claro el entrañable afecto que sentía por él. Yo también, tres años antes, con apenas 17, atravesé por una circunstancia similar. La diferencia con el pampeano de Rancul estriba en que mi antecesor nunca fue parte de mi mundo de amigos. Siempre preferí que luciera, exclusivamente, como una imprescindible admiración a sus conocimientos y el estilo manso, libre de toda arrogancia, que elegía para brindarlos. Me enorgullecía su equilibrio y, sobre todo, su envidiable propensión a ofrecer “siempre” la otra mejilla.

Alejandro De Muro

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