Por Presbítero Marcelo Barrionuevo
Todos los bautizados podemos aplicar las palabras de San Pablo a los cristianos de Éfeso: nos eligió el Señor antes de la constitución del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor. Gracias al Bautismo y a la Confirmación, todos los fieles cristianos somos linaje escogido, una clase de sacerdotes reyes, gente santa, pueblo de conquista, “destinados a ofrecer víctimas espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo”. Por la participación en el sacerdocio de Cristo, los fieles cristianos toman parte activa en la celebración del Sacrificio del Altar y, a través de sus tareas seculares, santifican el mundo, participando de esa misión única de la Iglesia y realizándola por medio de la peculiar vocación recibida de Dios: la madre de familia, en la plena realización de su maternidad con los deberes que lleva consigo; el enfermo, ofreciendo su dolor con amor; cada uno en sus labores y circunstancias, convertidas día a día en una ofrenda gratísima al Señor.
Por voluntad divina, de entre los fieles, que poseen el sacerdocio común, algunos son llamados -mediante el sacramento del Orden- a ejercer el sacerdocio ministerial; éste presupone el anterior, pero se diferencian esencialmente. Por la consagración recibida en el sacramento del Orden, el sacerdote se convierte en instrumento de Jesucristo, al que presta todo su ser, para llevar a todos la gracia de la Redención: es un hombre escogido entre los hombres, constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. ¿Cuál es la identidad del sacerdote? “La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental”.
Dios toma posesión del que ha llamado al sacerdocio, lo consagra para el servicio de los demás hombres, sus hermanos, y le confiere una nueva personalidad. Y este hombre elegido y consagrado al servicio de Dios y de los demás, no lo es sólo en determinadas ocasiones, por ejemplo, cuando está realizando una función sagrada, sino que “lo es siempre, en todos los momentos, lo mismo al ejercer el oficio más alto y sublime como en el acto más vulgar y humilde de la vida cotidiana. Cualquier cosa que haga, cualquier actitud que tome, quiéralo o no, será siempre la acción y la actitud de un sacerdote, porque él lo es a todas horas y hasta la raíz de su ser, haga lo que haga y piense lo que pensare”.
El sacerdote no busca compensaciones humanas, ni honra personal, ni prestigio humano, ni mide su labor por las medidas humanas de este mundo... No viene a ser partidor de herencias entre los hombres, ni a redimirlos de sus deficiencias materiales -ésa es tarea de todos los cristianos y de todos los hombres de buena voluntad-, sino que viene a traernos la vida eterna. Esto es lo específico suyo; es, también, de lo que más necesitado anda el mundo; por eso hemos de pedir tanto que haya siempre los sacerdotes necesarios en la Iglesia, sacerdotes que luchen por ser santos. Hemos de pedir y fomentar estas vocaciones, si es posible, entre los miembros de la propia familia, entre los hijos, entre hermanos... ¡Qué inmensa alegría para una familia si Dios la bendice con este don!