Cada vez que Di María agarra la pelota se produce una mezcla extrañísima bajo la piel. Cuando el subidón de adrenalina se combina con un nudo en el estómago el cuerpo no entiende lo que está pasando; es disfrute por lo que está sucediendo en la cancha y, a la vez, angustia por lo que pronto dejará de suceder. Ese tironeo sentimental nos pinta al óleo y termina siendo el fiel retrato de un deja vu por anticipado. Lo vemos en directo, zigzagueando en el campo minado que algunos llaman cancha, y al mismo tiempo lo extrañamos.

No queremos que Di María se vaya, nos parece inconcebible en semejante plenitud. Le rogamos -y le rogaremos- que dé marcha atrás y continúe un poquito más, entonces una fuerza colectiva intentará torcer la voluntad individual del crack, que asoma inquebrantable. Se lo pedirá el país futbolero y no dejará de ser una exigencia injusta, desmesurada. Di María no merece revolverse -ya mismo- entre la pared de su determinación y la espada del sentir popular. Se trata, ni más ni menos, que de una argentineada al palo. ¿No es mejor parar de preguntarle, una y otra vez, por el mismo tema, y dejarlo en paz?

La memoria, de tan selectiva, suele esconder momentos de esplendor. Prefiere reemplazarlos por oscuridades más o menos trascendentes. ¿Por qué? Buena pregunta para hacer desde el diván. La cuestión es que hace 10 años, en octavos de final del Mundial, Di María selló un golazo clave para el devenir de la Selección en tierra brasileña. Fue contra Suiza y destrabó un partido bravísimo. Fue tanto lo que se escribió sobre Di María en los días posteriores, tan arriba había quedado en el poster, que resulta insólito lo que vino después (algo similar se dio con Mascherano después de la semifinal contra Holanda; pasó de héroe sanmartiniano a villano que jugaba “por amigo de Messi”). La crucifixión futbolera a la que fue condenado Di María -volteada en la que también cayó “Pipita” Higuaín, en su caso objeto universal de burla en las redes al punto de aniquilarle la autoestima- fue ajena a sus méritos con la celeste y blanca. Y el tipo siguió.  

Ese Di María cuestionado, al punto de tildarlo de cobarde por culpa de lesiones sufridas en momentos cruciales, ese Di María que provocaba fastidio cada vez que aparecía en una convocatoria, ese mismo Di María es el que nos cruza el corazón y provoca un dolor nacional cada vez que subraya, reafirma y asevera que lo suyo se termina con la Copa América. O sea, cuestión de horas. El domingo será entonces su hora señalada, pero no con la forma de un duelo mortal en la polvorienta calle de un western; salga como salga el partido, por más o menos lágrimas que le inunden el alma, el final no puede ser otra cosa que feliz.

Los buenos equipos, destacaba Menotti, se nutren de pequeñas sociedades. La suma de esas partes va completando un todo armónico. La clase media de los planteles contribuye a la solidez; los soldados se multiplican en la batalla, sin esa infantería no hay victoria posible. El otro frente, el de la belleza del juego, requiere de artistas vestidos de futbolistas. Messi es el mejor de todos, pero brilla aún más cuando en su taller reparte pinceles y colores con Di María. La pequeña sociedad ya agotó todas las funciones y, no obstante, prepara un último acto. Invitan a disfrutarlo, sin nudos que bloqueen la garganta. Ahí está Di María, genio y figura. En la bandera.