El poder de los símbolos reside en su capacidad de sintetizar una identidad, destacaba el sociólogo Pierre Bourdieu. Por eso, desde lo simbólico, nada como la Casa Histórica para sostener la idea de cohesión nacional cimentada a partir de la Independencia firmada en 1816. Y si de identidad se habla, no podía ser otro el escenario elegido para este Pacto de Mayo que coloca a Tucumán bajo los spots. Un Museo Nacional replicado a imagen y semejanza de aquella casona que albergó el Congreso, demolida con el paso de los años y reconstruida en el siglo XX con el objetivo primordial de transformarse en un símbolo de la unidad de los argentinos.
A partir de su emblemática fachada, el reconocimiento de la Casa Histórica es universal (lo mismo cabe para el Cabildo). Dibujarla es un clásico del trayecto escolar, de Ushuaia a La Quiaca. Lo llamativo es lo poco que se conoce sobre su historia, un devenir que conoció la piqueta -de la que se salvó milagrosamente el Salón de la Jura-, en un tiempo en el que el resguardo de los bienes patrimoniales no era un tema de la agenda. Aún así, cuando se enteró de que la habían tirado abajo, cuentan que el entonces presidente Nicolás Avellaneda dijo algo así como “son unos herejes”. Avellaneda había nacido a pocos metros de la Casa Histórica, en lo de su abuelo José Manuel Silva, solar donde hoy funciona el Museo Histórico provincial. Era la antigua Calle del Rey, hoy Congreso.
A la luz de la modernidad, la demolición de esa propiedad resulta, cuanto menos, incomprensible. Están comprobados los festejos que allí se organizaban en varios aniversarios del 9 de julio; los contemporáneos sabían de su valor. La cuestión era quién se hacía cargo del mantenimiento, porque salta a la vista que los sucesores de la familia Laguna-Bazán la dejaron caer. La imagen capturada por Ángel Paganelli, testimonio invaluable en la historia de la fotografía documental argentina, la muestra en muy malas condiciones. Por eso, cuando el Estado la compró en 1874, borró de la cartografía urbana ese entrañable frente caracterizado por las columnas salomónicas en espiral.
Durante alrededor de 30 años la Casa Histórica quedó en un limbo. En el terreno se erigió un nuevo edificio destinado a oficinas públicas (principalmente correo y juzgado federal). En el interior quedó resguardado el Salón de la Jura, con los muros y los pisos originales, una suerte de “casita” dentro de una casa más grande. Hubo que aguardar un cambio de paradigma, propio del siglo XX; el inicio de un ciclo de revalorización, y fue allí cuando el concepto de símbolo volvió a la palestra.
El inmueble que la Oficina de Ingenieros Nacionales había proyectado y levantado en 1875 también se demolió. Quedó a la vista el Salón de la Jura y para jerarquizarlo lo que se construyó fue un templete (1903-1904). Se necesitaba lo mejor de lo mejor para ornamentarlo y allí apareció el talento de Lola Mora con sus bajorrelieves (trasladados con el tiempo al último patio, que da a la calle 9 de Julio) y una estatua magnífica: la Libertad. Se conoce el derrotero de esa obra: en lugar de la Casa Histórica, terminó luciéndose en el centro de la plaza Independencia. Una gran novela de Eduardo Rosenzvaig (“La espalda de la Libertad”) proporciona detalles de esa pequeña gran historia.
Figura decisiva
Una figura decisiva en este viaje simbólico de la Casa es el arquitecto Mario J. Buschiazzo, quien se ocupó de estudiarla a fondo y en base a los planos y la foto de Paganelli planteó la reconstrucción. Se desmontó el templete y el 24 de septiembre de 1943 el dictador Pedro Pablo Ramírez encabezó el acto de inauguración.
Esa es la Casa Histórica que hoy conocemos. Un símbolo que se despliega sobre la base de un hito nacional. No es la original de 1816, lo que no disminuye el poder identitario que transmite.
De La Moncloa a la Casa Histórica