Por Jorge Daniel Brahim

Para LA GACETA - TUCUMÁN

Los vientos de Medio Oriente vuelven a soplar sobre Occidente. Son vientos inquietantes, pero no nuevos. Por eso, dije, vuelven a soplar. Porque ya soplaron otras veces. En realidad, vienen soplando desde 1948.

Ese año, a orillas del Jordán, se creaba el Estado de Israel en la antigua tierra bíblica de Cannán, luego denominada Palestina por los romanos. Los judíos, hasta entonces en el exilio, pudieron aglutinarse en un territorio después de casi dos milenios y reorganizarse como ente político bajo la égida del laicismo sionista, dejando de lado la significación religiosa ancestral. La implicancia que esto llegó a connotar tuvo repercusiones hacia el exterior, con los vecinos árabes, y hacia el interior, en la propia conciencia de la comunidad judía.

Su implantación fáctica en ese terreno -resolución de Naciones Unidas, mediante- trajo aparejado el largo conflicto árabe-israelí, con su rosario de guerras sucesivas, cuya última cuenta, el enfrentamiento inmisericorde y sangriento entre el gobierno de Israel y la guerrilla de Hamás en la Franja de Gaza, todavía mantiene en vilo al mundo todo. Precisamente, de esa tempestad son los vientos que baten su furia sobre Occidente como una manera, tal vez, de sacudir nuestra indiferencia e implicarnos en su solución.

La otra repercusión, la interna, no tan percibida fuera del judaísmo, es el sismo que llegó a producir en los habitantes de la diáspora. Con la nueva circunstancia, al disponer ya de un territorio concreto, se podía acceder a él y optar por ser ciudadanos israelíes, o bien continuar manteniendo la nacionalidad del país donde vivían. Dependía de cada uno la decisión que tomara. El mandato religioso de la galut, impuesto por el rabinato fundante -consistente en la errancia milenaria del pueblo judío como un castigo teológico por sus inobservancias, y que sólo hallaría su fin con la llegada del Mesías y la devolución de la Tierra Santa por decisión divina- fue puesto en debate.

A esa instancia particular se había llegado luego de que la cosmovisión judía tradicional sufriera tres embates que produjeron en la gran mayoría de la colectividad su ingreso al mundo secular. El primero fue la emancipación -con el abandono del gueto que fuera impuesto por el Concilio de Letrán, en 1215- producto de la Revolución francesa en 1789; le sucedió el asimilacionismo que en el siglo XIX alcanzó en Alemania su ápice; y, finalmente, en el siglo XX, con la irrupción del sionismo recuperó el ideal nacional en términos políticos. El escenario luego de la creación del Estado de Israel se presentaba distinto. Desde ese momento, la identidad judía podía homologarse, en principio, con la práctica religiosa tradicional o con la condición de ciudadano israelí. Pero no todos suscribían esas dos alternativas. Se diría que un universo mayoritario, ya secularizado, y que además rechazaba la propuesta sionista, quedaba fuera tanto del ámbito exclusivamente religioso como de la nacionalidad israelí.

El sujeto, integrante de ese conjunto, que parecía relegado a un limbo designativo, es el judío diáporico al que este ensayo quiere aproximarse de la mano de las reflexiones que Santiago Kovadloff propone en su libro La extinción de la diáspora judía. Por eso, pretenden ser estas líneas, así lo espero, un asomo palpitante a la lucidez analítica, a la rigurosidad interpretativa y a la serenidad de espíritu -infundida por su profundo amor a lo judío- que el filósofo porteño emplea para explorar el tema de manera raigal y abarcativa y, a partir de allí, proponer una hipótesis novedosa respecto de aquel judío que, luego de abandonar el sendero religioso de sus padres y de desechar el proyecto sionista, se encuentra a merced de su propia decisión sobre el tipo de judío que elegirá ser. A propósito, viene bien escuchar a Gershom Scholem, filólogo e historiador israelí que, a comienzos de 1970, hablándoles a rabinos norteamericanos, les advertía: “Los judíos tienen la atribución de definirse a sí mismos de acuerdo a sus propias necesidades e inquietudes. La identidad judía no es una cosa estática sino más bien algo dinámico y hasta dialéctico, ya que en sus aspectos espirituales, sociales y políticos involucra a un corpus viviente y creativo de personas que se denominan a sí mismas judíos”.

Al desligarse de la esfera confesional y de la instancia ciudadana que le ofrece Israel, el matiz de su identidad judía cambia de relieve. Lo que presuponía consolidado -la imposibilidad de no sentirse desterrado- se va difuminando sin más. Sin embargo, presiente que su antiguo perfil podrá adquirir un nuevo diseño, pero nunca dejará de ser el judío que siente ser, y que quiere seguir siendo. Insisto, se sabe judío, pero no lo entiende cómo, y si lo logra entender, no puede explicarlo, y si explicarlo puede no encuentra las palabras, porque lo que siente -y verdaderamente lo siente- es “intraducible como la música”, tal la feliz metáfora de nuestro Homero de las Pampas. También la paráfrasis agustiniana que a continuación ofrezco no deja de caberle en su tamaña completud: “¿Qué es ser judío? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, ya no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que fui judío en tiempo pasado; y si nada sucediese lo seguiré siendo en el tiempo futuro, como lo soy en el tiempo presente”. He aquí el judío postisraelí arreligioso.

Kovadloff lo aclara de entrada. Su trabajo indagatorio, o mejor dicho su acto interrogativo, propio de la disciplina filósofica, “pone en tela de juicio la legitimidad o la suficiencia del poder imperante”. Por eso su cometido no resulta cómodo. Nunca resulta cómodo cuando se fractura el cuerpo del saber vigente. Sabe, por lo tanto, qué esperar. Más aún, fija su punto de vista desde el lugar que él decidió habitar como judío: el de la diáspora. Elegirá, entonces, como  sus interlocutores necesarios a intelectuales de condición diaspórica. Y junto a ellos pensará sobre el judaísmo, sobre Israel y sobre la entidad de ellos mismos. Vale anunciarlo, la mirada israelí está ausente en este estudio. A partir de estas premisas quedará claro el cometido parcial de sus conclusiones. Por otro lado, no es otra cosa lo que se propone: una lectura de aquellos que, como él, prefirieron quedarse en los países en donde residían antes de configurarse Israel como nación. Y es así, porque está persuadido de que el judaísmo no se agota sólo en su opción israelí y porque fuera de Israel se ubica el arquetipo que, ya existiendo difuso, él pretende hacerlo visible. Me refiero al judío posdiaspórico. He aquí su principal e innovadora hipótesis.

¿Qué entiende, Kovadloff, por judío posdiaspórico? Su origen lo fija en 1948. Hasta ese año todos los judíos se encontraban en la díáspora, en la galut. Pero a partir de la concreción del Estado nacional en Medio Oriente se hace abstracta la imposibilidad de regresar al hogar anhelado. Religioso o no, todo judío radicado en cualquier latitud podría formar parte de la nueva nación. No todos concurrieron al convite. Una inmensa mayoría alejada de la tradición tampoco se dejó cautivar por el ideal nacional. Esos judíos, de algún modo, continuaban dispersos. Sin embargo, dice Kovadloff, en la medida en que podían optar por ser israelíes y tener acceso a un territorio propio la diáspora como fatalidad ineludible se extingue. Consumada esta posibilidad, la diáspora dejó de existir. ¿Dónde están, se pregunta, los judíos que, reivindicándose como tales, a partir de 1948 ya no están en la diáspora, ni optaron por vivir en Israel? Su respuesta es contundente. Se encuentran en la posdiáspora. Y concluye: La creación del Estado de Israel fue filosóficamente decisiva porque con ella nace el judío posdiaspórico. Con este nuevo estatus se lo debe considerar de ahora en más.

El concurso con sus interlocutores se inicia con el pensador Emmanuel Levinas. Con el filósofo lituano acuerda con el diagnóstico del judío diaspórico actual (nuestro posdiapórico), no así con su propuesta para recuperarlo de la agonía.

Esa agonía del judío no israelí se debe a que ya despojado del cobijo de la tradición bíblica y la respiración religiosa siente disolverse su vida en el marranismo. En él la asimilación fracasó. En palabras de Levinas “fracasó porque no puso fin al desgarramiento del alma judía, no apaciguó a los judíos y no terminó con el antisemitismo”. Tampoco coincide con la visión que el lituano tiene del Estado de Israel. Levinas lo sueña regido por una ética mesiánica, no ortodoxa; Kovadloff lo prefiere regulado por una ética política.

Las otras discusiones las entabla con León Rozitchner, Nahum Goldmann, Robert Misrahi, Alain Finkielkraut, Jean Daniel, George Steiner y Yakov Rabkin. Salvo el último, todos defienden la existencia del Estado judío; con reproches, la mayoría, o ensalzándolo, unos pocos. Con respecto a Israel la posición de Kovadloff es clara: “La deuda del judío posdiaspórico con Israel es ontológica”. Los matices se acentúan cuando tratan de describir lo que ellos no dejan de seguir llamando “la diáspora”. Y es aquí donde Kovadloff presta una sutil atención para aprehender o desechar lo que para él es vital en la construcción de “su” judío posdiaspórico.

La riqueza del pensamiento de cada uno de ellos permite vislumbrar el acendrado trabajo intelectual que les cupo el tema, tanto por incitarlos a conocerlo en profundidad como por su perplejidad frente a lo complejo que les resulta. Pero en la elección de sus contrincantes se puede apreciar el denuedo de Kovadloff para contrastar su hipótesis con las figuras más significativas del pensamiento judío contemporáneo.

Caso especial es el del ruso-canadiense Rabkin. Historiador famoso por su libro Contra el Estado de Israel -cuyo nombre lo exime de explicación alguna- está identificado con los judíos ultraortodoxos antisionistas, llamados jaredim o piadosos, para quienes su única patria es la Torá y aspiran a la redención a través de la llegada del Mesías. Él y sólo él puede devolverlos a la Tierra Prometida. El significado de “Israel” es, para ellos, una “congregación santa”, no una nación judía. En cambio, el Israel de los sionistas es obra humana; por lo tanto, aquellos que lo hicieron posible son herejes. Según ellos Israel debe desaparecer. En eso se parecen a los fundamentalistas antisemitas de pelaje variado. Sólo que los jaredim proponen una disolución pacífica. La diáspora es parte del castigo divino del que no se podrán librar hasta que Dios lo disponga. Todo castigo provendrá de la justicia divina por la falta cometida. Los verdugos y las tragedias que soportan son sólo instrumentos que usa Dios para censurar sus conductas. Sus designios nunca son arbitrarios ni injustos. La Shoá o el mismo Hitler son herramientas divinas para los jaredim.

Mientras, ellos estudian, oran y esperan. Frente a ellos, Kovadloff muestra su extremada lejanía con esa posición antípoda: “Nadie, estoy seguro, rechazará con más énfasis que Yakov Rabkin la hipótesis de este libro. Es comprensible que así sea. No sólo porque Israel es concebido como una profanación de la escritura de Dios, sino también porque nadie, salvo el Mesías con su arribo redentor, puede poner fin a la dispersión. Nada menos aceptable, en consecuencia, que un judío posdiaspórico”.

Ser judío, para Santiago Kovadloff, es saberse enrolado en el universo del judío posdiaspórico que él mismo prefiguró. Es, en definitiva, un hombre posdiaspórico. Leamosló. “El judío posdiaspórico no se reconoce afectado por una crisis terminal sino por una transformación básica. Sus pérdidas lo sitúan en un escenario inédito, desconcertante aun para él mismo. En ese escenario, su primera afirmación, su afirmación fundacional, consiste en reivindicarse como judío. [...] Ya no encuentra amparo en lo religioso, no es suyo el ideal nacional israelí y la palabra judío con la que se designa es, a la vez, la que lo vuelve irreconocible; presencia que opera fuera del campo de la identidad. Aun así se aferra a ella. A esa palabra que lo ampara y desampara a la vez. [...] Con él, con ese hombre posdiaspórico, el judaísmo llega a ser algo que persiste y vacila a la vez”.

La imagen fecunda que proyecta el hombre posdiaspórico que no deja de ser Kovadloff nos viene a manifestar su compromiso por un mandato que le llega de lejos. Esa “insistencia en ser”. Ese judío que siente ser y que quiere seguir siendo. Esa evidencia ineludible que es compromiso y encanto.

Por eso, después de recorrer de su mano los intrincados laberintos en que la identidad judía se extravía y reaparece con ciega insistencia, y por hacerme partícipe, desde hace muchos años, de sus cavilaciones profundas sobre el arcano del alma humana, por eso, digo, en mi próximo encuentro con Santiago Kovadloff, que acontecerá en muy pocos días, el abrazo con que nos vamos a estrechar tendrá la enjundia de siempre, pero no se parecerá a ningún otro. Ese abrazo, lo adelanto, será la comunión entre dos extranjeros que, hospedados -y a merced- de la intemperie existencial, se reconocen zozobrantes. Dos vacilaciones que ante lo esquivo de poder identificarse en una significación subjetiva inequívoca, les basta ampararse en la seguridad que ofrece la bruma que precede al sol naciente.

Sólo por esta vez -se lo prometí a Santiago-, cuando lo vuelva a ver, justamente ese, y no otro, será el abrazo que nos vamos a dar.

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Jorge Daniel Brahim - Ensayista, crítico literario, editor.