El de Amsterdam fue un dolor insoportable para el alma futbolera argentina. Los Mundiales no se habían inventado, por eso conquistar la medalla de oro olímpica equivalía a alzarse con la Copa del Mundo (siguiendo esa lógica los uruguayos lucen cuatro estrellas en su camiseta). La Selección había perdido la final de los Juegos de 1928 ante la “celeste” en un duelo decidido por detalles, como suele ser norma en los superclásicos. La sed de revancha, arrolladora, podía empezar a saciarse obteniendo en 1929 el Campeonato Sudamericano (así se llamaba la Copa América en esos tiempos). La ocasión era inmejorable: Argentina era local. No podía fallar... Y no falló.

Brasil y Chile faltaron a la cita, lo que redujo el torneo a un cuadrangular que completaron Paraguay y Perú; por puntos, todos contra todos. Se caía de maduro que el Argentina-Uruguay, programado en la última fecha, tendría la forma de una final. Pero lo impensado apareció en el camino cuando los paraguayos golearon a la “celeste” (3-0). No podía quedar más allanado el camino argentino a la consagración, tras las victoria sobre Perú (3-0) y Paraguay (4-1).

Ese duelo con los uruguayos se disputó el 17 de noviembre en la vieja cancha de San Lorenzo -el “Gasómetro”-, que era el estadio más grande del país y lo colmaron 60.000 espectadores. Las otras sedes del campeonato fueron el antiguo estadio de Boca y la “Doble Visera” de Independiente. Y lo cierto es que pocas veces una selección nacional había preparado un partido con semejante nivel de estudio y de cuidados. Para el plantel, concentrado en Adrogué, era una cuestión de honor. Entonces no sólo fue victoria por 2-0; también una paliza táctica que dejó casi sin trabajo al arquero argentino Ángel Bosio, a quien llamaban “La Maravilla Elástica”.

A los 15 minutos Manuel “Nolo” Ferreira, ídolo de Estudiantes, abrió el marcador, y lo cerró la figura de la final, Mario Evaristo, quien estuvo a punto de desmayarse por lo efusivo del festejo. En el equipo descollaban Carlos Peucelle, Roberto Cherro y el zaguero Roberto Chividini, aunque esa tarde la labor colectiva no tuvo fisuras. En las tribunas estaba Roberto Arlt: era su primera experiencia en una cancha viendo fútbol y la plasmó en una crónica fundacional para la historia del periodismo argentino.