Por María Beatriz Bonillo

Este libro, la Antología de Microrrelatos, que reúne la producción premiada por el Concurso Literario Provincial en el año 2023 en la categoría microrrelato, son los textos de Graciela Chávez (“Recortes y vidas”: 1° Premio), de Mario Flores (“Tierra de sapos”: 2° Premio) y de Lucrecia Coscio (“Humanidad”: 3° Premio). La edición es responsabilidad del Fondo Editorial de la Secretaría de Cultura de la Provincia de Salta. Nosotras y nosotros, tartagalenses de cepas diversas, estamos con ánimo celebratorio en torno a la conmemoración de los 100 años de reconocimiento de nuestra comunidad como un municipio. Y es una justa manera compartir no sólo la fiesta de ver premiado en convocatoria tan significativa a Mario Flores, referencia insoslayable de nuestro campo literario regional, sino también celebrar la palabra literaria como una voz que nombra, que polemiza, que identifica, que singulariza nuestra identidad y, así, amplifica la potencia afincatoria de un territorio en el tiempo de existencia. “Tierra de sapos” no solo es el título del texto sino el nombre de la comarca donde tienen vida los veinte microrrelatos organizados en dos secciones:

I: PUEBLO CHICO, INFIERNO GRANDE

II: EL PAÍS DE LAS ÚLTIMAS COSAS

Sin ser una estricta novedad genérica, el microrrelato tiene un auge particular en este momento debido a ciertas características que sincronizan con los modos comunicativos del presente: brevedad, estructura clara y compacta, amplio margen de intervención para quien lee o escucha la historia arriesgando posibles sentidos o significados; tan amplio como las varias interpretaciones que puede suscitar la manifestación de cierta coralidad receptiva; muchas veces impacta su sentido lúgubre, misterioso pero sin impedir que también resuenen las risas y el humor; muy afecto en sus temas al fondo legendario tanto de las raíces originarias como de las más cercanas leyendas urbanas. “Tierra de sapos” no es ajeno a las líneas temáticas que suele abordar Mario Flores en su narrativa: los exilios interiores, los bordes anímicos y físicos de quienes están olvidados por todo cielo y toda tierra, las divagaciones de seres que encuentran salidas instantáneas del agobio existencial, la tensión entre autoridad y pueblerinos, la angustia y la certeza montadas en creencias ortodoxas o transgresoras, las disputas de los unos y los otros, el pasado que siempre remite a la violencia devastadora y el futuro imposible de soñar.

En las páginas de esta sección de la antología, que componen un texto descarnado por momentos, de curioso exotismo en otros y hasta beligerante en ocasiones, podemos reconocer momentos muy próximos en el tiempo para nuestra región, y otros que divagan en medio de leyendas construidas a base de transfigurar el sacrificio doloroso en bendición para quienes también buscan auxilio para sus desdichas y anhelan lo extraordinario porque saben que lo contingente les es esquivo. Un buen ejemplo de ello es “La ceremonia del fuego”, de la segunda parte, apoyada en la visita de Aldana a la tumba de La Quemadita, regalándole su carpeta para atravesar con su ayuda la desventura escolar. La falta de esperanza y el enajenamiento personal todo en el dolor y la crudeza de la soledad desgarradora de la muerte se plasman punzantes pero no sin ternura en “Flores muertas”, el primer microcuento que abre el libro. Los personajes sin nombres, sólo como padre e hijo perdidos en la ausencia por la muerte de la esposa y madre son islas sin asidero que sólo lloran en distintos espacios y se aturden para dormir por unas horas y recomenzar el padecimiento.

Un texto clave es “Tierra de sapos”, segundo microrrelato de la primera parte. Rompiendo la lógica del uso de los topónimos, usa la traducción del guaraní del nombre Yariguarenda para nominar la obra. Pero además, contiene la sucinta historia del paraje que actúa como espejo sinecdótico de nuestra zona. La ficción da cuenta de la tensión que nos habita entre discursos de poder que buscan civilizar nuestra historia y borrar los renglones escritos con el animismo sagrado de los pueblos originarios, dilema que atraviesa las versiones institucionales y las revisionistas, no sólo del Departamento San Martín sino del Estado Argentino. En esa oscilación se dibuja con claridad el principio de un motivo que crece hasta convertirse en personaje transversalizador: la violencia ejercida por quien se cree en poder de una forma de verdad con instrumentos para instituirla como eje y desplazar a las periferias ese pensar anímico, preexistente, con ese plus que implica el despojo de una parte de tierra para apoyar los pies y cultivar, alimentarse y resguardarse de la inanición y la extinción como personas. En este pueblo simbolizado en “Tierra de sapos”, el barro originario aparece descompuesto, ya no como esa inmensidad pródiga del agua que corre en ríos o lagunas. Se contrapone a esa puja la pureza del simbolismo religioso con sus promesas de vida eterna y ausencia de sufrimiento. Barro, sangre y fuego como elementos vitales de un dominio territorial que busca ese enclave de sentido, no como paradigma iluminador sino como valentía para recoger esos estigmas y transmutarlos.

¿Hay esperanza o utopía en “Tierra de sapos”? En la ficción, como en la contingencia, se necesita la suma de voluntades que aun ignorando qué se proponen y qué deben hacer para salir de un mundo fisurado por las disputas territoriales, sociales y económicas, por clases dirigenciales que vacían el lenguaje de sentidos humanizantes, por medios que convierten las palabras en huecos que invisibilizan al otro en una espiral que no da tiempo a la defensa ni, mucho menos, a la revancha.

Quien lee estos microrrelatos recoge una invitación a ser espectador de un escenario crítico, ambivalente, tenso, trágico en ocasiones pero sin exacerbaciones parcializadoras sino develadoras de una realidad que espera algún tipo de intervención sin voluntarismos.

No puedo obviar la presentación de esta obra en el contexto de este primer Centenario de Tartagal: hay una tradición de efervescencia, ampulosidad y extrema confianza en el porvenir en este tipo de recordaciones. Ciertamente mostramos que cambiamos, que honramos nuestros ancestros aunque ojalá tengamos presente que no son solo los inmigrantes, que tenemos nuestras glorias y patriadas pero también nuestras deudas y negaciones. Ojalá que este tiempo que como ninguno dará lugar a una infinitud de microrrelatos allí donde nos apostemos, nos permita ver el velo corrido por las ficciones de Mario Flores en “Tierra de sapos”, y recorramos los diversos universos que constelan nuestra identidad y palabras.

Esta obra literaria empodera la creación, la inventiva, la fuerza impugnadora del Arte en las anécdotas que le dan forma. De un tiempo a esta parte hay una fuerza en nuestras ciudades que muestra vigorosamente la manifestación del teatro, la pintura, la literatura, las artesanías, el canto. La música pespunteando un recorrido no tanto de respuestas contundentes ni verdades reveladas, sino preguntas y posibles respuestas sabiamente guiadas. Esas andaduras buscan encontrar domicilios posibles sin esquinas para la desmemoria, la marginalización ni “sapos con la boca cosida con hilo negro” como aventura alguna abuela contadora de historias en el territorio de esta obra que, espero, lean muchos.


FRAGMENTOS DEL LIBRO


TIERRA DE SAPOS. Sobre la ruta 34, después de atravesar un túnel de maleza y las ruinas de una escuela, de la que solamente quedan escombros oxidados y troncos caídos, finalmente aparece un cartel que dice “Virgen de la Peña”. A un costado de la entrada del paraje, también un letrero en hormigón dice “Yo Amo Virgen de la Peña”. En los primeros kilómetros, los únicos seres vivos que se cruzan por el camino son chanchos y chivos. No hay hogares, sino chiqueros. Los antiguos residentes de Yariguarenda, que en guaraní quiere decir “tierra de sapos”, recuerdan que antes de la llegada del santuario, sus chacras eran inmensos campos dorados, el río fluía con pesca generosa y, al internarse en medio de la yunga, era fácil hallar el escondite de la miel. Después vino el santuario y todo cambió: ocuparon terrenos, tiraron abajo la escuela y mandaron a vivir a los residentes originarios a un muladar en común, lejos del camino principal, para que los peregrinos no se asustaran con su presencia marrón y silenciosa. Habían instalado el cuento de que en la punta del cerro se aparecía la Virgen y, dos veces al año, miles y miles de fieles almas amaestradas, visitaban el lugar dejando un rastro de cera de vela, basura y comida podrida, humo de asado y sangre animal. El nombre del paraje fue cayendo rápidamente en el olvido, bajo el progreso del turismo religioso: menos chacras y más playas de estacionamiento, menos vecinos y más gendarmes. “Todos los ríos regresan a su forma anterior”, dicen los viejos residentes, como si no se tratara de una utopía peligrosa, sino de una profecía sin margen de error. “Dentro de poco, serán ellos los que se pongan a rezar”.

DIOSES MUTANTES. Una larga fila de artesanas esperaba su turno en silencio. El padre Francisco Vacazur iba recibiendo las piezas, se las pasaba a unos adolescentes para que las envolvieran en papel de diario y después subían las cajas a la camioneta. Máscaras de yaguareté, hamacas y bolsos de chaguar. A cambio, el padre Francisco les alcanzaba mercadería sobrante, paquetes de arroz y cajas de leche en polvo con las fechas de vencimiento borradas con alcohol. El trueque duraba toda la tarde: las artesanas alcanzaban sus mejores trabajos, los jóvenes se encargaban de empaquetar y guardar todo mientras las chicas regalaban rosarios de plástico fluorescente a los niños de la comunidad. Cuando la tarde empezaba a caer, una última mujer que andaba con tres o cuatro niños se apuraba a completar su trabajo: con un tramontina muy gastado tallaba una forma agazapada en el trozo de madera. Era un crucifijo como todos los demás, con un hombre clavado a los leños, como en todos los demás. Pero esa figura no tenía cabeza de hombre sino de toro. Era un hombre toro clavado en una cruz. Se esmeraba por completar la tarea para ver si llegaba a tiempo de conseguir una bolsa de sémola o un par de zapatillas usadas para los varios críos descalzos que andaban detrás de ella. El padre Francisco arrojó el crucifijo mutante lejos, como a una asquerosa basura, y echó a la mujer. No hay nada para ustedes, aprendan a respetar al Señor, les gritó. Esa joven se fue en silencio, seguida por los cuatro niños con los pies sucios de barro, y juntos se adentraron en el mismo monte que los había visto salir.