En la Primera Lectura de hoy se nos explica el relato del origen del mal en el mundo. La original armonía entre el hombre y la mujer y entre estos y toda la creación que Dios había establecido, quedó rota por un uso equivocado de la libertad y de la legítima autonomía del hombre al desear ser como Dios, legislador del bien y del mal. Pero Dios no abandona a sus criaturas y Cristo, que es más fuerte que el mal, con su victoria pascual nos renueva interiormente y resucitaremos con Él un día aunque nuestro cuerpo se vaya desmoronando (Segunda Lectura).

Las Lecturas se abren con la desobediencia de Eva, en la que coopera su marido, y se cierran con una alusión a la obediencia de María, la nueva Eva. Dios al crear al hombre lo colocó en un paraíso, que se perdió por un engaño del Demonio y la desobediencia humana. Pero Jesucristo ha vencido con su obediencia a la serpiente antigua y nos ha abierto un nuevo Edén, en el que está el árbol de la vida. La obediencia a la voluntad de nuestro Padre Dios es la llave.

Jesús aprovecha la embajada de sus parientes para volver a recordar la primacía del cumplimiento del querer de Dios, asegurando que quien hace suyo ese querer entra a formar parte de su propia familia (cf. Ef 2,19). “El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre” La obediencia al querer bueno y sabio de Dios es lo que nos sitúa en el plano de la realidad, de la verdad, de la alegría, lo que libera realmente. El yugo del Señor es justamente la libertad, como el del amor entre los que se quieren es el secreto de su mutua felicidad.

No deberíamos entender el cristianismo como enemigo de la alegría y libertad sino como su mejor aliado. Dios no quiere esclavos sino hijos. Nos ha creado para el amor, la felicidad, la libertad, pero sabe que tenemos la posibilidad de confundir medicina con veneno; que la sed de infinito con que el corazón humano sueña, corre el riesgo de ser apagada en una charca y no en la verdadera fuente.

La obediencia a la voluntad de Dios, a sus mandamientos, no recortan ni anulan nuestra libertad, sino que la hacen posible. La libertad no es un absoluto, es poder elegir entre distintas posibilidades, y lo que importa es elegir bien. La libertad absoluta, la libertad de la libertad, como la llaman los filósofos, conduce al capricho unas veces, al nihilismo otras, y a la esclavitud siempre: del yo, del error, del pecado. Es el amor de Dios el que señala el camino de la verdad y del bien. Como ha dicho S. Josemaría Escrivá, “cuando nos decidimos a contestar al Señor: Mi libertad para Tí, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas”. Tomemos buena nota de estas palabras de Cristo: “Si permanecéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.