Una mujer, con paso urgente, cruza el descampado rodeado de casas precarias: es una madre arrebatada de angustia. Se detiene frente a la puerta de una de las fachadas más sólidas del caserío: la casa del “transa”. Golpea la puerta con fuerza. “¡Cómo vas a venderle esa porquería a mi hijo!”, grita la mujer cuando sale a recibirla un joven de unos 28 años. “¡No ves el daño que hacés!”, insiste la señora.


El chico la mira impasible y arrogante: “¿Acaso yo lo obligo a que me compre?”, responde, como explicando una regla de mercado y al borde de la sonrisa. “Yo simplemente vendo, él compra”, dice minimizando y deshumanizando el hecho frente a la impotente mirada de la mujer.


El tipo contesta con soberbia, como si su producto fuese otra cosa y no “paco”, una de las drogas más destructivas y crueles; como si no hubiese nada de terrible en su oferta; como si no lo convirtiera en un miserable venderle a niños de 10 años, como el hijo de la mujer que lo interpela.


“Narcoasistencialismo”

La secuencia es una reconstrucción basada en los relatos de vecinos y especialistas que trabajan y estudian sobre las dinámicas sociales en los barrios populares de Tucumán. Refleja la alarmante naturalización de la venta ilegal de sustancias tras más de 20 años de narcomenudeo en la provincia.

La degradación de los vínculos comunitarios es aún más perturbadora: “Los “dealers” se fueron convirtiendo en referentes barriales”, dice Emilio Mustafá, psicólogo social y director de asistencia y atención en materia de drogas perteneciente al ministerio de Desarrollo Social.

ALERTA.Mustafá revela la expansión del “narcoasistencialismo” por barrios y pueblos.

Según Mustafá, en los barrios son los “dealers” quienes organizan los festejos del Día del Niño, Día de la Madre, o del Padre; reparten huevos de chocolate en Pascuas; colaboran con el pago de boletas de servicios de luz o gas; realizan pequeños préstamos venta ambulante y organizan los campeonatos de fútbol.

“Esto sucede con mayor frecuencia en los distritos más vulnerables -continúa el especialista-, pero se extiende rápidamente a barrios obreros, barrios de clase media y pueblos rurales. Hemos detectado este tipo de dinámicas incluso en localidades de los Valles Calchaquíes” revela.

Los expertos y vecinos aseguran que, acorraladas por el miedo y la necesidad, las personas se ven forzadas a aceptar esta práctica terrible que se aprovecha hasta del hambre: los narcos abren comedores y merenderos como una forma más de afianzar la venta ilegal, reclutar “soldaditos” entre jóvenes y niños e iniciar en la carrera delictiva a otros vecinos; al mismo tiempo, miran con recelo e incluso amenazan a quienes no aceptan su ayuda.

“Estos ‘dealers’ comenzaron a ocupar el lugar de la política en términos de asistencia y de política pública de manera forzada”, explica la doctora en Ciencias Sociales y arquitecta Paula Boldrini, investigadora de la UNT y el Conicet y especialista en procesos de ordenamiento territorial con participación social. “Los vecinos que se niegan a recibir ayuda se convierten en enemigos del ‘dealer’”.

La escena impacta: los “transas” administrando la droga y la comida en los barrios, convertidos en árbitros de la paz social frente a las carencias extremas. El último fraude del narcotráfico impune: el “narcoasistencialismo”.

Los inicios

La venta de drogas ilegales se da en todos los sectores pero su dinámica va cambiando: “en la clase media, se da de manera más solapada -detalla Mustafá-, suele vincularse a espacios culturales o deportivos y existe la figura del “delivery””. Según el funcionario, en los barrios populares, esta actividad despliega métodos con mayor crudeza y, tras años de resistir, los vecinos fueron perdiendo la batalla hasta el punto actual, donde los “transas” se convirtieron en referentes barriales.

Para llegar a este desenlace la historia tuvo un largo recorrido y un inicio contundente: el 2001, ese número que, más que una fecha, representa una situación límite de Argentina. Es en este punto que el consumo de paco se extiende por todo el país.

“En los 90, la comercialización estaba dirigida a la clase media y vinculada al consumo de marihuana y cocaína -continúa Mustafá-. Sin embargo, en 1995 en la Villa 1-11-14, se registran los primeros antecedentes de venta de “paco”-residuo de la cocaína- en Argentina y, ya en el 99, se forma el movimiento ‘Madres del Paco’, en Buenos Aires”.

La crisis económica se fue cerrando sobre el país y, luego de la icónica fecha del estallido social, el consumo de “paco” se dispara: adictivo, destructivo y mortal, comienza a tragarse barrios y sueños a lo largo de todo el territorio nacional.

Las primeras cocinas

En Tucumán, según los expertos, la presencia de esta sustancia se intensifica desde 2007, antes la provincia era considerada un lugar de paso. A partir de ese año se instalan las primeras “cocinas” locales de estiramiento de cocaína, que se multiplican durante 2010 y 2013.

El volumen de “paco” -que se produce con el descarte en el proceso- aumenta exponencialmente. Había que buscar un mercado para su comercialización y los narcos apuntan a los jóvenes de los barrios suburbanos más golpeados por la crisis, detallan los profesionales. Comienzan a rondar las periferias más desamparadas ofreciendo su mercancía barata e insalubre.

Lorena, madre de dos jóvenes adictos.Su testimonio está en el informe audiovisual en lagaceta.com

Surgen las “Madres de la esperanza”, que luego cambiaron su nombre a “Madres del pañuelo negro”, un grupo de mujeres organizadas para visibilizar y buscar soluciones a problemas de adicciones de sus hijos. “En ese momento, los que vendían drogas eran personas ajenas al barrio -cuenta Mustafá-. Cuando los descubrían, los vecinos se organizaban para correrlos acusándolos de traer ‘la porquería’ al barrio y ‘arruinar’ pibes”.

La venta continuó a pesar de la oposición vecinal y se consolidó el fenómeno de “la esquina”: el transa llegaba a las intersecciones donde sus "clientes" se reunían y allí interactuaba con ellos.

A partir de 2012 la estrategia cambió, los “dealers” foráneos alquilaban emplazamientos entre el caserío e instalaban negocios: quioscos, verdulerías o almacenes que usaban para traficar de manera encubierta.

Con tenacidad e indignación, las personas del barrio sostenían la resistencia. En ocasiones, incluso, hubo violentos enfrentamientos donde llegaron a destruir casas donde se alojaban los narcos y expulsarlos.

Según afirman los mismos vecinos, los políticos y policías parecían ignorar o encubrir el asunto. Ambas posibilidades suponían una negligencia muy grave y establecieron la sospecha permanente de complicidad.

Sin embargo, la organización vecinal no podría sostener la lucha por mucho tiempo más: los narcos comenzaban a aumentar su poder de fuego.

La ruptura de los vínculos

A partir de 2014 ocurre un segundo y triste punto de giro: los moradores de los barrios populares vieron cómo algunos de sus vecinos sucumbían ante la oportunidad económica de la venta.

Algunas personas, angustiadas por décadas de necesidades básicas insatisfechas,  estaban dispuestas a salir de la miseria a cualquier costo. Probablemente al principio el hambre le haya ganado a la vergüenza; seguramente al final la ambición le haya ganado a la culpa.

“Antes éramos unidos, pero esto ha cambiado mucho porque la misma gente del barrio comenzó a vender, es como si hubiesen perdido los sentimientos”, dice doña Mercedes, a quien todos en Costanera Norte conocen como “Doña Sipri”.

La venta de drogas pasó de ser de fuera del barrio y apuntada a los jóvenes, a formar parte de la dinámica interna y cotidiana. En este punto, la comercialización se dirigió a todas las franjas etarias, incluso a niños.

Los objetivos económicos comenzaron a primar sobre los antiguos códigos barriales. “Los verdaderos narcos, los grandes distribuidores promovían la micro venta involucrando a más vecinos participen”, explica Mustafá. “Frente a la crisis sostenida, el narcomenudeo se consolidó y se convirtió prácticamente en la única salida económica concreta en los barrios populares y esto causó un terrible daño al tejido social”.

Algunos miembros históricos de la comunidad, se convirtieron en “transas”: aquellos con los que alguna vez se hubo compartido la yerba o el azúcar. El barrio sufrió una gran fragmentación, los vínculos sociales comenzaron a romperse, comenzó a primar la desesperanza.

“Hubo, además, una política organizada del narcomenudeo orientada a romper cualquier tipo de organización comunitaria e incluso religiosa”, dice Mustafá.

El “transa” como referente

Desde 2018 comienza una nueva etapa cuando, de acuerdo a los profesionales, los “transas” empiezan a incursionar en “ayudas comunitarias” buscando la aceptación simbólica del barrio. Con el estallido de la pandemia estas intervenciones se incrementan y esto acentúa su figura como referente barrial.

Los informes de los especialistas demuestran cómo los narcos se apropiaron del espacio público, de las calles y las plazas, e incluso llegaron a apropiarse de terrenos de algunas escuelas para realizar sus actividades delictivas.

“El ‘dealer’ infunde temor y controla el territorio e incluso se lo disputa con otros ‘dealers’”, dice Débora Décima, doctora en Ciencias Sociales, comunicadora social, investigadora de la UNT y el Conicet y especialista procesos comunicacionales en la producción de hábitat.

Lejos de las buenas intenciones, la apropiación de lo público y el “narcoasistencialismo”, están puestos al servicio de los intereses de los "dealers", es decir, afianzar el consumo y garantizar la impunidad llevando la práctica hasta el extremo de la crueldad.

“Hay transas que, cuando muere un chico adicto porque se ahorcó, son ellos mismos, quienes le vendían la droga, los que también pagan el ataúd, el asado para el velorio y los vehículos para el acompañamiento fúnebre”, explica Mustafá.

Siempre acorraladas por la necesidad y el miedo, las familias muchas veces no pueden oponerse.

“Es dramático que un transa te abra un comedor”, exclama indignado Mustafá. “Que un ‘transa’ te dé la comida. Eso degrada. Por eso en los Cepla (Centros Primarios de las Adicciones), les damos batalla: si ellos festejan el día del Niño, nosotros también; si organizan el día de la Madre, nosotros también. Desde el Estado tenemos que ganar esta pelea para transmitir otros valores y herramientas que aseguren un mejor futuro”.

Según los expertos, para acabar con el narcotráfico las claves son atacar su sistema financiero y a la vez generar fuentes de trabajo genuino. “La problemática es policausal y también las soluciones -dice Décima-: además de atacar al sector de poder que maneja las redes de narcotráfico a niveles elevados, se debe generar trabajo formal para los grupos empobrecidos. La droga no entiende de clases sociales pero donde más golpea es en los sectores populares. La clave es el trabajo”, asegura. En definitiva, dos pilares que son también una deuda histórica: atacar el sistema financiero de los grandes traficantes y propiciar el acceso al trabajo genuino para todos.

Una mirada sobre el consumo

“¿Qué tuvo que pasar para que una persona mayor le venda droga a un chico de 10 años sin verlo como otra cosa que un simple actor de mercado? ¿Cómo pueden existir tucumanos que coman una vez al día, solo durante los cinco días de la semana en que abren los comedores, que muchas veces de los transas?”, dice Emilio Mustafá, director de asistencia y atención en materia de drogas del ministerio de Desarrollo Social. “En la sociedad se expande la necesidad de consumir sustancias. En nuestro país, las causas están relacionadas a la frustración derivada de las continuas crisis. El contexto no permite visibilizar un futuro y parte de la sociedad se ahoga en un presente continuo y ganan el escepticismo, aislamiento, individualismo, agresión y deshumanización. Y esta realidad golpea con más crudeza en los barrios populares”, agrega.

Por asistencia podés comunicarte al 4514500.