Por ahora no habrá discusión del proyecto que pretendía fomentar la industria  de los derivados del limón para enfrentar la crisis que transita el sector citrícola.

Es lo mejor, porque tiene muchos puntos dudosos. Los objetivos lucen buenos,  claro, pero eso suele ocurrir con las ideas. También, que después los  resultados no sean tan buenos. Aunque debe notarse que tiene la originalidad  de fijar multas en dólares. ¿Un guiño para Javier Milei en un texto por otra parte chocante con su ideología?

Como fuere, vayan las dudas y las críticas. Una menor es que expresa  preocupación por el liderazgo internacional de Tucumán en la actividad limonera. Un sinsentido. No es una maratón, donde valen las posiciones. En los negocios lo importante es ganar dinero, no ser el primero o el más grande (aunque eso a veces ayuda).

Otra, mayor, es que el proyecto no es muy claro con el sentido y mecánica de  algunas de sus herramientas. Por ejemplo, propone un depósito de garantía de  derivados del limón, instrumento que tendría el papel central. ¿Pero garantía de qué? ¿De la existencia de oferta de derivados? Entreguen fruta fresca o  muélanla, dice la iniciativa, pero depositen una cantidad obligatoria de  derivados según lo disponga el Instituto de Fomento del Limón. O sea,  interferencia con las decisiones de producción. Luego, cada año el IFL dirá  cuánto liberar del depósito y los artículos siguientes parecen buscar que los  derivados se vendan sí o sí. Sólo si no se consiguiera podrían destruirse. Hace pensar que se quiere asegurar provisión al mercado interno pero también se  duda de que haya compradores.

Es que no se crea mercado simplemente ofreciendo productos. Si hubiera  necesidad de ellos los demandantes podrían importarlos. Y para sustituir la importación los derivados locales deberían ser más baratos. Entonces, es relevante preguntarse por el precio doméstico. Porque si la idea es que la cantidad vendida sea tanta que el ingreso total cubra el costo total más las  pérdidas de la exportación hace falta primero un estudio que muestre cuánto  varía el precio según la cantidad ofrecida y que estime los costos de cada cantidad, pues si el precio bajara proporcionalmente más de lo que aumentare la cantidad habrá problemas. No se conoce que haya tal estudio.

Ahora bien, si el camino es ese, ¿significa que se busca atender una crisis debida al exceso de oferta internacional mediante un exceso de oferta local? No sirve. Primero, para asegurar los derivados habría que moler fruta que entonces no se exportaría. ¿Y el liderazgo internacional? Segundo, ¿y si el mercado doméstico requiriera precios altos para salvar al sector así los buenos ingresos internos compensen los malos ingresos externos? En tal caso, el  depósito de garantía funcionaría al revés, restringiendo la oferta. Pero, ¿cómo se crea un mercado ofreciendo pocos productos caros? Habría entonces incentivos para importarlos. ¿Comenzará un lobby proteccionista?

Hay algo peor. Si se llegara a decidir secar mercados se violaría la ley de defensa de la competencia, la 27.442, que explícitamente prohíbe “los actos o conductas, de cualquier forma manifestados, relacionados con la producción e intercambio de bienes o servicios, que tengan por objeto o efecto limitar, restringir, falsear o distorsionar la competencia [...] o que constituyan abuso de una posición dominante en un mercado, de manera que pueda resultar perjuicio para el interés económico general”. Y en la historia de la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia se entendió por interés económico general el del consumidor, no el del vendedor. Además, la 27.442 también señala que son “prácticas absolutamente restrictivas de la competencia y se presume que producen perjuicio al interés económico general [...] establecer obligaciones de (i) producir, procesar, distribuir, comprar o comercializar sólo una cantidad restringida o limitada de bienes”. Aquí el IFL violaría la ley nacional y no se salvaría invocando un paraguas legal local. Por el principio de  supremacía federal (artículo 31 de la Constitución Nacional) una norma provincial no puede contradecir una nacional.

La última consideración es sobre el futuro de esta idea, teniendo en cuenta las tendencias de la burocracia. La básica es a preservarse, no importa su utilidad. Pero con la burocracia reguladora la propensión es a crecer. Sus decisiones siempre tienen efectos no esperados, tanto porque a veces lo buscado no se logra como porque hay colaterales. Entonces, se piden más atribuciones para forzar el resultado deseado y otras adicionales por los efectos no previstos en sectores vinculados. Siempre pasa, porque los reguladores no pueden prever todo. Pero cuando se meten con las áreas antes secundarias ven que ellas a  su vez tienen otras colaterales en las que hay efectos no previstos y se piden atribuciones para ellas también y así.

¿Mucha imaginación? En 1931 se creó la Comisión Asesora del Azúcar,  integrada por cinco personas ad honorem, para informar al Presidente de la Nación sobre la situación sectorial durante la crisis de aquel entonces. En 1991 se la cerró, cuando hacía años que era la Dirección Nacional del Azúcar, organismo con cientos de empleados que decidía cuánta caña se podía vender a los ingenios, quiénes y a qué precio, y cuánta azúcar entregar por mes al  mercado interno y a qué precio, además de comercializar el azúcar de maquila de los cañeros. A lo fascista. El nombre de propietario lo tiene un privado pero las decisiones sobre los bienes las toma un funcionario.

Una crisis no justifica hacer cualquier cosa. Primero debe verse si es coyuntural o estructural. Si es lo último, sólo queda adaptarse. Y para ello lo mejor son los mercados flexibles, poco regulados, con baja carga tributaria, para permitir las reasignaciones de recursos y la asunción de riesgo empresario. En Tucumán, una combinación provincial de ley Bases y decreto 70/23. Todo cambia y el ambiente debe permitir tanto generar innovaciones propias como adaptarse a las ajenas. Ayudar a las adaptaciones no debería contradecir aquellas condiciones.