En esta semana coincidieron los aniversarios de la muerte de Gabriel García Márquez (se cumplieron diez años, el miércoles) y Jean Paul Sartre (44, el lunes). En el último número de LA GACETA Literaria, Jorge Brahim recordaba que en el IV congreso de la Lengua Española en 2007 se planteó si Cien años de soledad era la obra más influyente de nuestro idioma después del Quijote. Uno de los primeros en reconocer la magnitud de la novela, apenas vio la luz, fue Mario Vargas Llosa, la contracara ideológica y parcialmente estética del colombiano, el íntimo amigo y luego rival, el otro Nobel del Boom, el último de una generación que recientemente anunció el cierre de su carrera literaria.

El fenómeno editorial de Cien años… se gestó en 1967 en Buenos Aires, en ese entonces el faro cultural del mundo de habla hispana. El conjunto de entrevistas del crítico chileno Luis Haars, reunidas en el libro Los nuestros de 1966, propuso una nómina que conformaría el canon latinoamericano y revelaría la presencia en el mapa literario de un desconocido García Márquez. El olfato del editor español Paco Porrúa, el análisis crítico de Tomás Eloy Martínez, la apuesta de la revista Primera Plana y la contagiosa devoción de los primeros lectores argentinos fueron engranajes del súbito éxito de la novela. El talento desmesurado y las innovaciones estilísticas del escritor, la trama de relaciones de la “mafia” de amigos que constituían los protagonistas del Boom, el clima de época con la revolución cubana de fondo, las traducciones y la labor de la agente española Carmen Balcells y, finalmente, el Nobel en 1982 llevarían a Cien años... a multiplicarse en 50 millones de ejemplares y a la consagración global de su autor.

En marzo de este año llegó a las librerías En agosto nos vemos, novela inédita de García Márquez cuya publicación, por tratarse de una narración muy alejada de la calidad del autor, muchos juzgan desacertada. 2024 también es el año en que Netflix estrenará la serie de Cien años…, otro desafío que los herederos de Gabo decidieron afrontar después de seis décadas en que la novela parecía imposible de ser traducida al lenguaje cinematográfico.

Hay quienes postulan el envejecimiento de Cien años… -con argumentos similares acerca del efecto del paso del tiempo en una novela como Rayuela, otro de los textos icónicos del Boom- por la proliferación de las malas copias de sus émulos, la disipación de la sorpresa de sus innovaciones, los cambios en las dinámicas de lectura. “Es una gran novela, aunque creo que con 50 años hubiera sido suficiente” dijo irónicamente Borges, el otro gran protagonista del canon latinoamericano. Los escritores del Boom participaban activamente en las discusiones políticas, en las tribunas periodísticas, en los cruces referidos a la agenda internacional. Sus opiniones eran esperadas y particularmente relevantes en el debate público. El planteo sobre el lugar que ocupan -y ocuparán en el futuro- sus obras y sus nombres nos muestra indirectamente la ausencia en el presente de figuras equivalentes entre nosotros.

El reciente aniversario de la muerte de Sartre resulta también una buena excusa para extender la reflexión más allá de nuestras fronteras culturales. “Sartre nació en París en 1905. Murió el 15 de abril de 1980, en todo el mundo”, escribió Abelardo Castillo, subrayando su influencia planetaria. Bernard-Henri Lévy fue uno de los que estudió con mayor profundidad el lugar que ocupó Sartre, concluyendo que la infinidad de sus seguidores y detractores coincidió en que, para bien o para mal, fue el eje del pensamiento de la segunda mitad del siglo XX.

El dramaturgo de Las moscas durante la ocupación nazi, el novelista de La náusea, el filósofo de El ser y la nada, el fundador Les temps modernes, el activista del Mayo francés. El contradictor de Camus, el compañero de Simone de Beauvoir. El que rechaza el Nobel “para no dejarse absorber por el sistema que soborna a sus detractores con premios”. El defensor de la libertad que no puede -que no quiere- ver las barbaridades del castrismo, el estalinismo y el maoísmo. El hombre renacentista -guionista, crítico, profesor, narrador, editor, periodista, pensador-, controvertido, contradictorio. El intelectual más famoso de su época.

¿Quiénes ocupan hoy lugares equivalentes en el debate público global? ¿Un macrohistoriador como Harari? ¿Un novelista políticamente incorrecto como Michel Houellebecq? ¿Un filósofo del desencanto como Byung-Chul Han? ¿Un teórico de la imprevisibilidad como Nassim Taleb? ¿Un psicólogo antiwoke como Jordan Petersen -con sus decenas de millones de seguidores en las redes-? ¿Un periodista global como Thomas Friedman? ¿Un tecnólogo como Elon Musk a través de sus opiniones y la comunicación de sus acciones en su red X? Todos parcialmente, ninguno completamente. Esa parcialidad quizás sea un buen indicador de la fragmentación -de ideas, de intereses, de lenguajes, de canales de comunicación, de agendas- que caracteriza a nuestro tiempo.

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Daniel Dessein