A Juan le gusta cocinar, bailar y compartir con su familia. Cuando se ríe, mira hacia abajo. Cuando habla de cómo se siente, también. Hacia fines de 2022 comenzó terapia. No sabe de qué tipo, sino sólo que sus padres le recomendaron hacerlo y que su hermana lo ayudó a encontrar una psicóloga. Un mes y medio después, Juan dejó de ir a terapia. La analista se iba de vacaciones, él también. Hoy su ansiedad está peor que antes y hablar le cuesta más. Juan no se llama así: es el nombre que utilizamos para proteger su identidad. Su caso apareció en el radar de LA GACETA porque fue uno de los 256 encuestados sobre los motivos que llevan al psicólogo a la juventud tucumana.
Juan, de 22 años, comenzó a estudiar la carrera de Historia durante la pandemia. Transitó los primeros años de la universidad sin conocer de manera presencial a sus compañeros y a sus docentes. La ansiedad que la virtualidad le generaba fue creciendo. “Estaba muy bajoneado todo el tiempo, muy desmotivado con la carrera que estudio”, relata como disparador de su decisión de buscar una psicóloga. Su familia, que lo conoce y que leía en su cara el malestar, le instó a hablar con alguien más: un profesional.
Para Juan no fue sencillo abrirse. Cuenta que le costaba compartir su intimidad en el consultorio. “No sabía qué esperar de la primera sesión de terapia. Lo desconocido me genera mucha ansiedad y hablar con una psicóloga era para mí algo completamente nuevo”, comenta. Rehuye la mirada, pero habla con la claridad de alguien que pensó muchas veces sus palabras.
“Ir a terapia no fue tan aterrador como pensaba”, apunta Juan aún impresionado por su constatación. Ocurre que, si bien al principio le resultaba duro, luego le sorprendió su capacidad para hablar con alguien desconocido. “Hoy pienso que es un espacio propicio para que yo resuelva ciertas cosas que vivo”, reflexiona. Pero pasada aquella experiencia de un mes y medio, se dio de alta solo: sentía que ya había resuelto muchas cosas. El tiempo demostró lo contrario. Desde que dejó la terapia habla menos de sus problemas y le cuesta más comunicarse con su familia. Tampoco puede dormir. “Creo que ir a la psicóloga me expuso a sentirme vulnerable. Quise postergar el tratamiento, para evitar esa vulnerabilidad, pero retrocedí en mis avances”, recapacita sobre su presente.
El silencio como compañía
Juan considera que se le desdibujó un límite importante: ya no sabe cuándo tiene que hablar de la ansiedad que padece y cuándo es mejor que lo guarde para sí. Ante la duda, a veces prefiere quedarse callado. ¿Ese silencio mejora o empeora el sufrimiento? “Empeora. Son cosas que quizás podría haber aliviado hablando”, responde en volumen bajo.
¿Por qué si descubrió que el diálogo y la palabra ayudan, prefiere evitarlos? .“Siento que tengo que resolver solo lo que me pasa”, dice. Explica que ser autosuficiente es la solución . Los gestos de sus manos se tornan contundentes y rotundos. Agrega que se prepara mentalmente para decir que está bien cuando alguien le pregunta cómo se siente. “Pero siempre hay un microsegundo en el que me pregunto ‘¿qué pasaría si digo que no? Es decir, si contesto que estoy mal’”. No lo hace, pero lo piensa.
Juan considera que, si sos hombre, tenés que aprender a lidiar con lo que te sucede. Precisa que es lo que siente que tiene que hacer, pero que eso no necesariamente es lo que quiere. “Entre varones no profundizamos sobre las cosas que nos pasan”, aclara. “Existe la idea del hombre autosuficiente: tenés que resolver tu mundo interno solo”, concluye. Esta cultura está todavía muy arraigada y es uno de los escollos más severos para el bienestar de la población masculina, según la psicóloga Fernanda Mónaco, quien fue consultada acerca del caso de Juan.
Juan tiene los medios económicos para regresar a la terapia. Pero algo lo detiene . Ahora sabe que los estudios virtuales no eran el problema, sino sólo una repercusión de la ansiedad que siente. “Soy muy introspectivo, mastico mucho las cosas”, aclara.
La ansiedad también tiene efectos físicos para Juan. “Me duele mucho la panza, se me acelera demasiado el corazón y se me nubla el pensamiento”, detalla. Él cree que es necesario anticiparse a la crisis: así no lo agarra desprevenido. Esto, sin embargo, tiene una consecuencia permanente: está todo el tiempo pensando en cosas malas. “Es miedo a no ver lo que va a pasar y miedo a que suceda de la peor forma”, sintetiza. Ahora Juan ya no desvía la mirada. No hay disfrute, solo malestar. ¿Qué puede desear quien solo padece?
Juan sabe que ese malestar es innecesario: vive en un estrés permanente que desgasta sus vínculos y erosiona su rutina. “Gasto toda mi energía en pensar lo peor, es un constante estresarme por lo que se avecina”, precisa. Cuando sucede el evento que lo estresa, descubre que no era tan monstruoso, pero para entonces ya es muy tarde: llegar a ese hallazgo puede costarle días, semanas o meses de sufrimiento. Y expresa: “me digo a mí mismo ‘para la próxima no tengas miedo’, pero eso se diluye en el tiempo. Cuando llega la siguiente situación, vuelve el malestar”.
Los casos de Delfina, Lucrecia y Sofía son una buena forma de seguir leyendo sobre cómo afecta la ansiedad a los jóvenes tucumanos.