¡Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme!” Termina la Cuaresma y nos disponemos a participar en el gran misterio Pascual: el paso de la muerte a la vida de Jesucristo, el primogénito de sus hermanos los creyentes, con la petición de que el Señor nos conceda un corazón entregado a la causa del Evangelio.
Pero todos sabemos que arrojar en el surco del amor a Dios y a los demás el grano de trigo que somos cada uno cuesta. Y cuesta más a medida que transcurren los años y decae el vigor propio de la juventud, al que se unen, además, tantas decepciones que cosechamos en esa labor. Un pesado cansancio se embosca tras estas experiencias. Nadie está vacunado contra estas o parecidas falsificaciones que hacen costoso ese cambio del corazón que la Iglesia ha ido proponiéndonos a lo largo de estos 40 días.
Sin embargo, hay que decidirse a sobreponerse a esa comodidad que se instala en nosotros y que, como el grano de trigo que quedaría sólo si se entierra, nos distancia dolorosamente de Dios y de los demás haciendo infecunda nuestra vida. Hay dos pequeños sacrificios -entre tantos- que tienen su importancia en el trato con los demás y en quienes debemos ver la imagen de Dios: escuchar con interés a quienes nos dirigen la palabra, y sujetar la lengua cuando se produzcan esas discrepancias propias de toda convivencia.
Escuchar no es lo mismo que oír. Al cabo del día se oyen muchas cosas pero se escucha poco. Hay personas que, tienen tal incontinencia verbal o que se quieren imponer tanto a los demás, que no escuchan; sólo hablan. Y cuando parecen escuchar, solamente se está tomando un respiro para intervenir de nuevo. Contestan a lo que el otro les dice continuando con su conversación anterior. Al conducirse así dan muestras de que el otro no cuenta. Si hay una manera de aislarse de quienes nos rodean es realmente ésta. Tal vez una de las razones por las que la gente se siente sola estribe en este defecto.
Sujetar la lengua y no almacenar agravios y desaires. “Lejos de nuestra conducta, por tanto, el recuerdo de las ofensas que nos hayan hecho, de las humillaciones que hayamos padecido -por injustas, inciviles y toscas que hayan sido-, porque es impropio de un hijo de Dios tener preparado un registro, para presentar una lista de agravios” (S. Josemaría Escrivá).
Cuando la comodidad diga: ¡bah! Cuando estemos hechos un hervidero de odio y el Diablo aproveche para sugerirnos que somos esclavos de unos principios morales trasnochados, embridemos ese animal enfurecido en que nos convertimos a veces y recordemos esta advertencia que el Señor nos hace hoy: “El que se ama a sí mismo se pierde”.