Si nos limitamos a la presentación de la Feria ARCO 2024, una de cuyas grandes particularidades es que ya no está el emblemático stand de Juana de Aizpurú, una de las históricas fundadoras de la feria, que con sus 90 años decidió cerrar la galería, deberíamos admitir que hubo una vuelta a la pintura más tradicional, dejando atrás las fantasías de los NFT (que no eran sino ejercicios financieros) y poniendo en suspenso otros sostenes. Esto no quiere decir que no hubiera fotografía o instalaciones. Tampoco significa esa primacía casi absoluta que tiene la pintura en las ferias de arte norteamericanas. Pero sí marca que hubo un quiebre en la tendencia. Incluso hubo obras clásicas del siglo XX, que más que en arte contemporáneo correspondería catalogarlas en vanguardia histórica o arte moderno, como Miró o Tàpies.

El segundo rasgo es que no hubo golpes bajos, como en otros años cuando se exhibían obras meramente provocativas: para graficar esta situación bastará decir que donde se congregaba más público curioso, imantado por la fatua sed de escándalos, era en el espacio dedicado a los pioneros del arte queer en España (Rodrigo Muñoz y Juan Hidalgo), artistas homosexuales que se dieron a conocer durante la transición de la dictadura a la democracia. Hoy casi una obviedad.

Obras de los Valles Calchaquíes

Si miramos el arte argentino, este fue un año particularmente interesante porque estuvimos representados en total por diez galerías. Es posible que esta participación obedeciera, en parte, a que apostaran a un apoyo del Estado para el alquiler de los stands que finalmente, con el inesperado triunfo de Milei en las elecciones, no se produjo, y en parte a que obtuvieron beneficios de secciones auspiciadas por la feria. En la sección emergente Opening ocurrió algo muy sugestivo: se hizo presente la galería salteña Remota, cuyos directores son Gonzalo Elías y Guido Yannitto, con una videoperformance de Roxana Ramos, llamada Erupción, y un óleo de Mar Pérez, artistas residentes en los valles calchaquíes. Tan llamativas fueron estas obras que los reyes Felipe VI y Letizia se detuvieron a verlas en detalle.

Entre las galerías argentinas, otro caso interesante fue el de Pasto, con obras de Iosu Aramburu, Francisco Casas y Ariel Cusmil, de un contenido con fuerte impronta política. Entre las ya consagradas, Ruth Benzacar presentó un espacio con esculturas de Sofía Durrieu realizadas en bronce y pinturas de Ulises Mazzucca muy revulsivas, y W-galería, que recibió el premio Lexus al mejor stand, exhibió arte textil de Chenon Bensho ejecutado con una técnica amazónica.

Pero fue un tucumano, Tomás Saraceno, integrado ya a grandes ligas, con presencia en galerías internacionales como la berlinesa Neugerriemschneider y la italiana Pinksummer, el que dio la nota con obras extraordinarias cuyas cotizaciones, en más de un caso, eran de seis cifras en Euros.

De cualquier manera, y como ya ha ocurrido en otras ocasiones, no es en el interior de la feria donde se producen los acontecimientos más interesantes sino en circuitos paralelos. Tales los casos de la espectacular retrospectiva de Antoni Tàpies en el Reina Sofía y la muestra del fotógrafo sueco Christer Stömholm en la Fundación Mapfre.

La epifanía melancólica

Dentro de esos espacios simultáneos, que florecen y coinciden con la feria, uno de los más llamativos estuvo relacionado con una artista argentina: Ana Gallardo. Huérfana a los siete años y siempre preocupada por personas que rozan los bordes de la sociedad, en el Centro 2 de mayo de Móstoles produjo una performance alucinante. Gallardo a fines de los años 80 colaboraba con organizaciones armadas en Guatemala. Durante cuatro años viajaba por tierra entre México, Guatemala y Nicaragua. Cada travesía la hacía con un compañero diferente, con el cual fingía entablar una relación romántica. En el vehículo en el que iban llevaban armamento que debían entregar en un punto de la selva de Guatemala, marcado en un mapita, al cual llegaban luego de atravesar caminos que apenas se adivinaban. Eran lugares sin registro a los cuales accedían en la noche profunda. Allí debían esperar varias horas a sus contactos: mujeres que aparecían de repente. Esas mujeres sabían lo que ella y su compañero desconocían, en qué lugar del vehículo estaba escondido el cargamento. Abrían, sacaban y se llevaban las armas.

Atravesadas por la locura

Nunca más veía a esas mujeres, en el siguiente viaje eran otras y así sucesivamente. Lo más probable es que esas mujeres murieran asesinadas. 40 años después Gallardo seguía preguntándose qué habría sido de todas ellas. ¿Habría sobrevivido alguna? Viajó otra vez a Guatemala, sintiendo que si alguna había sobrevivido tendría su edad. A raíz de una casualidad dio con una de aquellas mujeres, tal vez no era justamente de las que había recibido las armas de ella, pero estaba atravesada por aquella locura. Se llamaba María Us, una mujer de origen quiché que le había puesto Marta a su hija en homenaje a su mejor amiga, desaparecida en aquellos años 80, cuyo nombre de guerra era ese y cuyo nombre verdadero nunca supo, por lo cual luego se le hizo imposible cualquier búsqueda.

Una memoria borrada

María Us había perdido a su padre, asesinado por el ejército guatemalteco en 1982, a sus dos hermanos, desaparecidos, y a su marido, asesinado. Por eso se había decidido a colaborar en la entrega de armas. Era una persona olvidada por todos, a quien ya nadie escuchaba. Sus historias parecían demasiado viejas y demasiado insignificantes. La guerrilla que la usó también la descartó. Ni siquiera la actual izquierda la reivindicaba, era una memoria borrada, disipada. Entonces Gallardo y Us unieron sus historias, escribieron un largo poema al bosque, al que invocan por todos aquellos desaparecidos, por todos aquellos asesinados.

En la mañana del viernes 8 de marzo presencié la performance: María Us, con sus vestimentas coloridas, leía de parada aquel poema coral, detrás de un atril adornado con telares, y Ana Gallardo la escuchaba, sentada en el piso, en una sala atiborrada de periodistas y curadores de arte, entre paredes negras que manchaban. La violencia se convertía súbitamente en poesía, el olvido en memoria recuperada, la insignificancia en pundonor y dignidad.

No importa en qué consistió el pensamiento político de estas dos mujeres en los años 80, tampoco importa si tenían o no razón en realizar esas travesías. Es posible que lata en la performance un trasfondo de feminismo, tampoco me parece decisivo. Lo más relevante es la recuperación de historias individuales sepultadas por las ideologías, frías, ciegas y calculadoras. Arco sabe activar también estos costados sorpresivos.

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Marcelo Gioffré – Periodista, escritor y abogado.