El pasado martes impartí una conferencia sobre “¿Hay una verdad objetiva? Claves para una vida llena de sentido” en la III Jornada de la ACEB (Asociación Catalana de Estudios Bioéticos). Frente al relativismo en boga, en mi intervención defendí el pluralismo, esto es, el que una aproximación multilateral a los problemas resulta de ordinario muchísimo más eficaz para alcanzar la verdad. Así se desarrolla la ciencia y así crece nuestro conocimiento. No somos los dueños de la verdad, sino más bien es la verdad la que se adueña de nosotros.

Al final se me acercó el Dr. Manel Cusí, viejo amigo de mis años universitarios, y me dijo que lo que había defendido en mi intervención era lo del elefante y los ciegos. Me conmovió el comentario y le di un abrazo porque comprobé que al menos aquel médico veterano había entendido mi mensaje. Su sugerencia de que mi exposición podría ser mucho más clara si recordaba aquella venerable narración india me pareció muy acertada. Merece la pena recordar esta historia que se encuentra en múltiples tradiciones en versiones más o menos parecidas:

Pilar como un tronco de árbol

Un grupo de ciegos oyó que un extraño animal llamado “elefante” había llegado al pueblo, pero ninguno de ellos conocía su figura y su forma. Por curiosidad, dijeron: “Hay que inspeccionarlo y conocerlo al tacto, que es de lo que somos capaces”. Entonces, fueron a buscarlo y cuando lo encontraron, lo palparon. La primera persona, cuya mano se posó en la trompa, dijo: “Es como una gruesa serpiente “. El segundo, que tocó la oreja, dijo que parecía una especie de abanico. El tercero, que tocó la pata, dijo: “El elefante es un pilar como el tronco de un árbol”. El ciego que puso la mano en su costado dijo que el elefante “es una pared”. El quinto, que palpó la cola, lo describió como una cuerda. El último palpó el colmillo e indicó que el elefante es duro y liso como una lanza.

Los seis ciegos, al palpar con sus manos al elefante, reciben impresiones muy diferentes y se hacen ideas muy diversas de aquel extraño animal. Lo que no añade la historia es si los ciegos se prestaron atención unos a otros o más bien se pelearon. Si realmente se hubieran escuchado podrían haber llegado a componer entre todos un mosaico del elefante que se aproximaría a la realidad algo más que la imagen particular que cada uno se hubiera formado.

A mi viejo profesor Mariano Artigas, físico y filósofo, le gustaba hablar de la verdad parcial; esto es, del hecho de que no conozcamos toda la verdad, no se sigue que todo nuestro conocimiento sea engañoso. Nuestro conocimiento siempre es parcial y puede casi siempre ser complementado, corregido y mejorado con la colaboración de los demás. Esta actitud supone una concepción de la investigación que busca encontrar las razones de la verdad en la confrontación de las opiniones opuestas, sabedores con la mejor tradición de que todos los pareceres formulados seriamente, en cierto sentido, dicen algo verdadero.

La verdad, hija del tiempo

Con Hilary Putnam —y con una gran tradición de pensadores antes que él— me gusta distinguir entre la Verdad con mayúscula y las verdades que los hombres forjamos. Estas últimas, las verdades que los seres humanos han conquistado laboriosamente mediante su pensar, son resultado de la historia: Veritas filia temporis, repetían los escolásticos citando al historiador romano Aulo Gelio (125-175). Que la verdad sea hija del tiempo significa también que la verdad futura depende de nuestra libre actividad, de lo que cada uno contribuyamos personalmente al crecimiento de la humanidad, al desarrollo y expansión de la verdad.

La realidad es el elefante y nosotros somos parecidos a los ciegos. Si dispusiéramos de todo el tiempo y de todas las evidencias necesarias, la verdad —como sostenía Charles S. Peirce— sería aquella opinión a la que finalmente llegaríamos todos, porque no es la verdad el fruto del consenso, sino que más bien es el consenso el fruto de la verdad.

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Jaime Nubiola – Profesor emérito de Filosofía de la Universidad de Navarra (jnubiola@unav.es).