Un palacio muy venido a menos aloja al Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani” (Universidad de Buenos Aires -UBA-), el órgano de investigación que José Carlos Chiaramonte dirigió entre 1986 y 2012. El edificio, sin embargo, conserva un no sé qué difícil de precisar: las reminiscencias de un encanto perdido, un pasado de gloria que se descascara con soberbia solemnidad.

Como quiera que sea, el ex Palace Hotel resulta un lugar privilegiado para explorar el pasado. Inaugurado con bombos y platillos en 1906, el establecimiento de lujo recibió en sus aposentos a los invitados especiales de la celebración del Centenario de la Revolución de Mayo. La leyenda indica que allí tuvo su taller el plástico porteño Ernesto de la Cárcova, autor de la obra maestra “Sin pan y sin trabajo” (1893). Pero la crisis de 1930 fundió al hotel y, desde entonces, la propiedad cambió varias veces de manos hasta caer en las de la UBA, que trasladó allí los institutos de su Facultad de Filosofía y Letras.

El palacio deteriorado aporta el clima antiguo -y decadente- a la conversación con el profesor Chiaramonte, que opina que el 25 de Mayo de 1810 es un hecho significativo que, no obstante, ha sido sobredimensionado. “En aquel momento, la palabra ‘Argentina’ designaba exclusivamente a la Ciudad de Buenos Aires. En todo caso, los porteños usaban esa denominación para referirse al territorio rioplatense dependiente del puerto. Hasta mucho tiempo después, argentino fue sólo el porteño”, matiza. Y explica que con la Revolución de Mayo comienza algo incierto: “muy pocos pensaban entonces en la posibilidad de una independencia total de España. La mayoría aspiraba sólo a una mayor autonomía que aprovechase la debilidad de la corona (Fernando VII había sido desplazado por el bonapartismo), pero sin salirse de ella”.

Influencias y limitaciones

El autor de La Ilustración en el Río de la Plata (1989) advierte que el interregno revolucionario tuvo su cúspide en la Asamblea del Año XIII. En ese cuerpo confluyen la influencia de la Revolución Francesa (1789) y de la Independencia de Estados Unidos (1776). La Asamblea ha sido ensalzada por adoptar decisiones valientes para la época, como el establecimiento de la libertad de vientres, pero Chiaramonte juzga que su actuación fue decepcionante. “La Asamblea se había propuesto establecer un nuevo Estado o nación, que entonces eran sinónimos, pero no llegó a dar una Constitución y, ni siquiera, a hacer una declaración formal de la independencia. Si bien tomó medidas progresivas, estas tuvieron carácter limitado: el decreto de libertad de prensa, por ejemplo, puede ser considerado una reglamentación de la censura. La Asamblea no se atreve a poner punto final a la esclavitud, y se contenta con una libertad de vientres pobre que, luego, fue restringida”, describe.

De regreso al Cabildo de 1810, el experto en historia argentina del siglo XIX recuerda que allí no empieza ninguna democracia: “esa palabra tampoco es empleada en la Constitución de 1853 porque estaba muy desprestigiada. Significaba el tumulto, la anarquía, la irrupción de la plebe en las cosas del poder. Como dice Alexis de Tocqueville, el verdadero problema democrático no es hacer gobernar al pueblo sino que este elija a los capaces de gobernar”.

De modo que el grito revolucionario de Mayo fue pronunciado por gargantas metropolitanas que en principio no querían más que un poco de oxígeno de España; que no pensaban en términos democráticos y que tampoco fueron progresistas. Chiaramonte vuelve sobre la cuestión porteña: “la decisión de 1810 fue trasladada a las provincias con la fuerza de las armas. Pero en su momento no hubo consulta al interior y un vocero del Partido Español presente en el Cabildo denunció que Buenos Aires no podía pronunciarse en nombre de los otros pueblos y que el proceder unilateral iba a traer dificultades”.

Los problemas

El despacho del profesor Chiaramonte encubre un archivo atiborrado de cajas de cartón rotuladas con etiquetas fascinantes (”Malvinas, varios años. Copias a máquinas y otros”; “Correspondencia de cónsules austríacos con el canciller del Estado. 1920”, etcétera). ¡Quién tuviese tiempo para meter las narices en el acervo del Ravignani! Chiaramonte hace caso omiso al peculiar “decorado” y se concentra en la formulación de las dificultades que el portavoz del Partido Español había anticipado en 1810: “los ayuntamientos o municipalidades de las ciudades del interior después envían apoderados con instrucciones precisas a Buenos Aires. Ahí surge un gran problema: la manía porteña de quitar a las provincias sus representantes para convertirlos en representantes de la nación”.

El académico sostiene que el siglo XIX argentino gira alrededor de un Buenos Aires que se niega a compartir el control de las rentas aduaneras y de la navegación de los ríos: “por lo tanto, de la regulación del comercio. De esta posición nacen todos los conflictos que impiden la organización nacional”.

En el tramo final de la conversación, Chiaramonte reflexiona sobre los bicentenarios que Argentina ya ha celebrado (los de la Revolución de Mayo y de la Asamblea del Año XIII) o tiene por delante (el de la Declaración de la Independencia en 2016). El investigador recuerda que en un mundo dividido en Estados nacionales, la lealtad a la Constitución se alimenta con la creación y el estímulo de una identidad común.

“Los sentimientos de identidad nacional pueden fundarse en una interpretación equivocada de los acontecimientos históricos. Nuestro papel como intelectuales e historiadores es propender a lo que mejor sirve a la causa de los seres humanos, que es la búsqueda de la verdad y el tratar de evitar los errores de apreciación del pasado, que, en el terreno político, suelen ser la fuente de sucesos sangrientos. Hemos de aprovechar estos aniversarios significativos para profundizar el conocimiento de la historia, que es la forma de contribuir a que haya menos conflictividad”, propone con sencillez, confirmando que lo simple también tiene cabida en los palacios de techos infinitos y escaleras fastuosas.

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