Con apenas 600 afiladas palabras, Jeffrey Bernard abría a los lectores las puertas de una heterogénea galería de temas y personajes donde se podía encontrar gente corriente o renombrada, una lista breve de amigos y otra extensa de enemigos, anécdotas personales, algunas polémicas o escandalosas; dudas metafísicas sin respuesta, historias de amantes que sabían abandonarlo prudentemente, su tirria hacia los jóvenes tatuados o las mujeres que llevan las gafas de sol sobre la cabeza, los nuevos ricos, la música pop, consejos culinarios para hacer un buen puré de papas o su lamento de obstinado perdedor de las apuestas en las carreras de caballos. Los relatos partían del escenario donde él situó el ombligo de su mundo: el Soho, en Londres, y en un lugar específico del barrio, el pub Coach and Horses, templo de sus borracheras interminables y de su prédica irreverente y desencantada. Allí se lo encontraría a diario, sentado a la barra, como un oficinista frente a su escritorio, con las manos siempre ocupadas: en una, una copa y, en la otra, un cigarrillo.

Nunca sobresalió por sus virtudes, dicen quienes lo frecuentaron, salvo la de su talento periodístico. Se casó cuatro veces y todos los matrimonios tropezaron con los mismos obstáculos: su afición a pasarse el día entero bebiendo whisky y vodka -en ese orden, según informaría él mismo- y su orgullosa y ruinosa ludopatía (“Quisiera apostar a cuántas apuestas más he de perder antes de ganar una”). Tampoco su frágil sentido de la lealtad lo ayudaba a conseguir amigos, sino a perder a los pocos que le quedaban. Hay quien recuerda que se acostó con la prometida de uno de ellos la noche antes de la boda, hundiendo aquel enlace al contar su aventura al día siguiente, o que presumía por escrito de haber seducido a medio millar de mujeres, incluso a esposas de sus conocidos, cuyos nombres no se permitía callar.

La estabilidad laboral nunca había sido una de sus prioridades. Podría decirse que era el reflejo de su actitud hacia el juego: “El entretenimiento consiste -decía- en ponerte en riesgo y después poder escapar del peligro. No hay estímulo si la apuesta no supera a lo que puedes pagar”. Así, poco duraría en todos los empleos que tuvo (vendedor de libros, lavaplatos, ayudante de producción en el teatro y otros muchos), incluso en aquellos que, se suponía, congeniaban con sus pasiones. Fue despedido del Daily Mirror y luego del Sporting Life debido a un bochornoso incidente: borracho, durante una recepción, le resultó imposible mantenerse en pie para leer el discurso que se le había encargado especialmente. Pero no era su primer desliz en el periódico sino la gota que colmaría la paciencia de sus editores. Todavía estaba fresco un episodio reciente que había costado perdonarle: ebrio como de costumbre, esta vez en Royal Ascot, se descompuso y vomitó sobre los zapatos de la mujer que tenía a su lado, la reina madre.

Pese a todo, sus columnas sobre la mala vida le habían granjeado miles de lectores incondicionales, algunos calificados como Graham Greene o Francis Bacon, con quienes compartía tertulias y alcohol; también admiradores anónimos que visitaban el pub con el solo propósito de conocerlo o saludarlo. Sin duda, era un fenómeno extraño comprobar que su rebeldía hecha de pesimismo generara una sedienta expectativa y una popularidad morbosa. El escritor Jonathan Meades dijo que Bernard, en realidad, no escribía una columna cualquiera sino “una nota de suicidio en entregas semanales”.

Al cumplir los 60 no había ningún otro periodista más célebre que él en los periódicos británicos. Pero su columna no siempre llegaba a tiempo, y en ocasiones no llegaba. En estos casos no era reemplazada por otro texto sino por un titular sobre un espacio en blanco, a modo de parte médico, que todos sabían interpretar: “Jeffrey Bernard no se siente bien” (“Jeffrey Bernard is unwell”). Se utilizaría más tarde para una obra escrita por el dramaturgo Keith Waterhouse y puesta en escena en el Apollo Theatre con un éxito arrollador. Su protagonista fue el actor Peter O’Toole.

Haciendo un esfuerzo que acabó en anunciado fracaso, Bernard estuvo sobrio durante un par de años. “Nunca me sentí tan triste y tan solo”, diría arrepentido de haberlo intentado. Fue entonces que se le ofreció escribir una autobiografía. Como su memoria tenía grandes lagunas o tiempos velados, decidió publicar un anuncio pidiendo a los lectores que le ayudaran a recordar lo que él había hecho en su vida entre 1960 y 1974. Jamás lograría acabarla, aunque no se sabe si por pereza o por su incapacidad para encarar una obra de largo aliento.

Su pasión alcohólica le causaría diabetes y pancreatitis. The Spectator, refiriéndose al estado de salud de su periodista estrella y para justificar una vez más la ausencia de su columna, publicaría un día el atípico titular “A Jeffrey Bernard le han cortado una pierna”. Desde allí, el declive sería rápido e inevitable. Su muerte llegó en un momento poco oportuno para destacar entre las noticias, como tal vez le habría gustado. Ocurrió entre el fatal accidente de Lady Diana y el fallecimiento de la Madre Teresa, el 4 de septiembre de 1997. Al fin y al cabo, el destino acabó venciéndolo en una nueva partida valiéndose de sus propias palabras de desánimo: “Un hombre no necesita más que una cama, una máquina de escribir y un sacacorchos”.

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Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.