Verónica Barbero

Escritora

No recuerdo los detalles, solo mi foto de perfil decapitada y que el tamaño de la cabeza de Esther era justo. La pego encima del espacio vacío sobre mi cuerpo y el collage queda perfecto. El mechón de pelo gris que le cae sobre la frente, sus labios entreabiertos y carnosos, su actitud desafiante es todo lo que necesito para crear una suerte diferente a la mía. No sé sabe el color de sus ojos, tengo solo esta foto, estoy segura de que detrás de los anteojos de sol reside su superpoder, la mirada de águila.

Sin instrucciones ella se desliza al ritmo de mis dedos. Like, nope, like, nope. Al comienzo llegan solo ruidos. Gritos de animales domésticos, chirridos de freno de moto, asado crujiendo en la parrilla, alguien descorcha una botella de vino, glu glu, líquido derramado, un solo de guitarra, un canto lloroso. Repertorio aturdidor que por un instante me trae la ilusión completa de esa otra realidad, la suerte de Esther. Claveles, gardenias, nomeolvides evocados por ella se propagan en efluvios poderosos.

“Hay demasiada gente aquí”, dice. La abundancia no la ayuda a decidirse. ¿Y si no ocurre nada? ¿Ni para bien ni para mal? Alejo esa angustia, los algoritmos conectan a personas que concuerdan en intereses, sé que hasta consideran las fotos con imágenes similares. También pueden adivinar pensamientos, los míos y los de Esther, hasta pueden invocar fantasmas, traumas o recuerdos.

Por eso ya no intento sola, la última vez deslicé el dedo hacia la derecha y di con el estanciero. Me invitó a su casa en el campo, decorada con animales embalsamados, quiso que bajemos al sótano para mostrarme la cava, yo pensé en cadáveres de mujeres en formol o diseccionadas. Jugar, apostar, descartar. Jugar, apostar, descartar. Dice Esther, digo yo. Al ritmo del swipe va armándose una cartografía de “hola, hola, corazones y manitos que saludan”.

Así pasamos horas hasta que Esther se detiene con un golpe seco. El algoritmo hace lo suyo, un subidón, un cosquilleo en nuestros corazones. Llegan las imágenes cuando ella ajusta la cámara. Medio borrosa, la de un pescador que sostiene un sábalo casi de su altura. No sé qué irrita tanto a Esther pero lo cancela de inmediato. A mí la foto me hace pensar en corrientes marinas.

Deslizamos hacia el siguiente: el domador de Guachipas. Sobre un caballo muestra su torso desnudo en diferentes poses de yoga. Parado de cabeza o sujetando de las patas delanteras al animal que, resignado, mira al cielo. A Esther la escena le parece encantadora, ya que sugiere el movimiento controlado y la calma que se logra a través del yoga. Preparo mi ropa para citas, musculosa terracota y pollera campana negra, no le damos importancia a unos de sus intereses: practica tiro al blanco, en un minuto dispara treinta balas.

Esa noche la voz del domador de Guachipas es tan aguda que se me van las ganas de conversar. Preferiría mirarnos y solo hacer gestos, lo que llevaría tal vez a darnos un beso sin que se entere Esther y cuando vuelva a casa, mientras ponga la ropa de citas en el lavarropas, ella frustrada por no acompañar, por no entender el ritmo del swipe, diga: ¡datos! ¡Quiero más datos! Ya siento vergüenza por nuestra ignorancia inocente, por los escasos recursos que utilizamos.