Julio Florencio Cortázar (26 de agosto de 1914-12 de febrero de 1984) solía decir en entrevistas que había nacido “accidentalmente en Bruselas, ya que dependía de la función que le podrían haber dado a mi padre, en momentos en el que el Káiser y sus tropas se lanzaban a la conquista de Bélgica. Fue un nacimiento sumamente bélico, que dio como resultado a uno de los hombres más pacifistas que hay en este planeta”. Dada la neutralidad de Argentina durante el conflicto, su familia puedo ir moviéndose por distintos países europeos, hasta que finalmente, en 1918, se instaló en la localidad bonaerense de Banfield.
Cortázar, desde temprana edad, manifestaba su fascinación por las letras, su predilección a una vida solitaria y simpatía hacia la mitología griega. En gran parte de su obra literaria se encuentra muy presente el amor y fascinación que sentía hacia las ciudades de Buenos Aires y París. Gracias a una de las tantas cartas enviadas a su amiga Mariana, profesora de inglés de la ciudad de Bolívar donde ambos trabajaban, sabemos que estando en nuestra provincia se sentía “envuelto en un clima de pesadilla, con un calor atroz que le encantaba”. Disfrutaba de tomar mates bajo la sombra de un árbol en una casa familiar de Barrio Norte, en la calle Corrientes 203. Días con temperaturas de 43 grados donde el calor está “instalado como eje y columna de esta vida” y, aunque parezca incompresible para alguien que pasó gran parte de su vida en el frío invierno parisino, a más calor, sentía más alegría. De igual manera casi idílica narra a su destinataria un sitio de montaña, llamado El Cadillal, donde siente que el río brama como si lo llamara con su voz, entre la espesura de los árboles.
Valora que, con sabiduría, los tucumanos decidieron poner réplicas de estatuas clásicas en el Parque 9 de Julio, al que considera lo más bello de la ciudad, en lugar de llenarlo de “avenidas de mediocridades vernáculas”.
Finalmente, el por entonces joven escritor, cautivado por el regocijo que le produce contemplar la cadena del Aconquija, sus distintos planos de montañas y colores, que logra observar gracias a la baja edificación urbana, intenta detallar en vano, a su amiga, lo paradisíaco que logra contemplar, dejándolo a él, a uno de los escritores más leídos en el mundo entero durante generaciones, sin recursos verbales para describir el paisaje, que a nosotros, simples mortales, nos deleita día a día. A 40 años de su fallecimiento, vale la pena recordar, en sus propias palabras, su paso por nuestra provincia.
Palabra de Cortázar
Tucumán, enero 13 de 1942.
Dear friend:
Algo lejos de Buenos Aires, ¿eh? Pues si supiera usted en qué forma relámpago hice yo los 1.600 kilómetros que separan Tucumán de Buenos Aires, le parecería que la distancia está anulada, que no existe. Salí en auto el 6 al amanecer. El 7 a medianoche o poco más, entraba en Tucumán. Semejante “crucero” destroza físicamente, pero en cambio confiere una cierta naturalidad, un decirse: “Estoy a un paso de la capital...” Aún no me siento viajero - y eso que, como usted sin duda sabe, tengo una admirable vocación en ese sentido, y soy capaz de viajar en el mismísimo centro de la ciudad- - y probablemente pasarán muchos días antes de que advierta plenamente que me encuentro en la otra punta del territorio...
La razón de esta carta -además del placer siempre grande de escribirle y preguntar por su vida y ocupaciones- es que necesito disculparme de mi imperdonable silencio posterior a los exámenes.
Habíamos quedado, en los últimos minutos de una gratísima tertulia en su casa, en que yo llamaría por teléfono después del 15, o sea a nuestra vuelta respectiva de los PARAÍSOS. Del 15 al 30, pues, debía yo llamar, elegir mis discos preferidos, y reunirnos para una verdadera tenida de “red hot jazz”. Y yo no llamé. El motivo es harto simple: yo no tenía la menor idea de este viaje; pensaba simple y burguesamente, irme a Córdoba en febrero, a descansar quince días en un pueblito que responde al encantador nombre de Nono. Por lo tanto, disponía de todo enero para visitar su casa, una y aún dos veces si era posible. Tal es el motivo de mi silencio; no me sentía urgido para hacer esa llamada, pues me creía con muchos y largos días por delante. Cuando se avecinaron las fiestas, algún misterioso Jiminy Cricket me susurró algo sobre “and always let your conscience be your guide”.
Entonces, a manera de prólogo a un pedido de perdón, le envié el librito (que espero le haya gustado). Tras eso, y con la alegría de recibir su amable tarjeta, me aprestaba a concertar una visita, cuando he aquí que en la tarde del 3 de enero, una especie de invasión bulliciosa, atropellada y por completo falta de contemplaciones, estremeció los cimientos de mi pobre casa. Una “panzer divisionen” no habría procedido con más decisión y estrépito. Se trataba de mi amigo Reta -aquel con el cual viajé el año pasado más de 5.000 kilómetros-- su hermano mayor, la esposa del hermano, y dos angelitos de 6 y 2 años respectivamente, ambos prodigiosamente dotados para dar vuelta una casa en dos minutos.
Comprenderá usted que semejante arribo, por otra parte inesperado, me sorprendió, y la sorpresa derivó a la atonía cuando, de sopetón, y sin otro anticipo que acorralarme contra una pared, rodearme de un círculo de ojos ansiosos y mirarse unos a otros con aires de complicidad, me soltaron la sorprendente invitación de que me fuera con ellos a Tucumán en auto... a los dos días de la fecha. (Lo decían así, como quien propone: “¿Vamos al Balneario? Es una linda noche...”).
Cuando se fueron, después de desplegar ante mí mapas, hojas de ruta, proyectos de etapas, hospedaje y variantes diversas, yo me tomé la cabeza entre las manos y le pedí -a la cabeza-- que me hiciera el favor de ponerse a pensar. Porque hasta ese momento todos habían hablado por mí, discutido por mí y dado mi asentimiento... también por mí. Lo cual era ya algo desmedido.
Lo pensé, calculé que tenía el compromiso de irme a Nono en febrero, me puse a leer guías de ferrocarril, y descubrí con no poca sorpresa que, en realidad, bien podía yo irme a Tucumán en enero y a Córdoba en febrero, eslabonando ambos puntos con un sencillo viaje en tren y 7 horas de colectivo “through” la Pampa de Achala.
Llegadas las cosas a ese punto, no se sorprenderá usted de que el día de Reyes, olvidado por completo de poner mis zapatos en el balcón, saliera con mis amigos a las 3 de la madrugada, en busca de Córdoba, y de ahí a Tucumán. Estoy aquí desde hace cinco días, envuelto en un clima casi de pesadilla -hace un calor atroz, cosa que me encanta-, reposando en una tranquila casa familiar, con toda la fisonomía de las moradas provincianas, un patio oculto con un gran árbol en su centro, sirvientas de rostros oscuros que incansablemente ceban mate, y el calor, instalado como eje y columna de esta vida. Quizá le sorprendió mi frase anterior “Un calor atroz que me encanta”: es la verdad. A más calor, más alegría de éste su amigo. Protesto, rabio, pero una satisfacción inexpresable se pasea por mí a cada grado que escala la columnita plateada. Ayer hubo 43 grados; cierto que aquí se tolera mejor que en Buenos Aires, pero asimismo convendrá usted que 43 grados... well!
Todavía no comencé a pasear. El hermano mayor de Reta dueño del auto que nos sirvió de vehículo- representa aquí a unos laboratorios de especialidades medicinales, y tiene que hacer frecuentes giras. Ahora se fue a Santiago, y volverá el domingo; entonces empezaremos a utilizar el coche para conocer las villas y las montañas.
Fuimos, con todo, a un sitio de montaña, llamado El Cadillal. El río brama en lo hondo de un precipicio, y obsesiona un poco oírlo, como una gran voz que llamara, sin prisa pero insistentemente. Termina uno por alejarse de los bordes del abismo y sentarse junto a las rocas que continúan hacia arriba la ladera. Los árboles, gigantescos, se adhieren a la pendiente con la desesperación de una vida que se obstina en permanecer, en subsistir a toda costa. ¡Y qué árboles! A veces, una mancha más clara obliga a detener la mirada en alguna rama; es un clavel del aire que enrosca su verde claro y de ahí se vuelca hacia abajo, como un trapecista...
Viera usted el Parque 9 de julio; es lo más bello que tiene la ciudad; con muy buen criterio, los tucumanos han preferido poner allí réplicas de las más bellas estatuas clásicas antes que sembrar las avenidas de mediocridades vernáculas. Muy bien cuidado, tiene uno la sorpresa de surgir de pronto ante una Venus Anadiomena, ante el Apoxiomeno, ante el Hermes de Praxiteles, ante el grupo de Laocoonte...
Y a lo lejos - surgiendo por sobre la chata edificación ambiente- la cadena del Aconquija. Primeros planos azules, de un azul un poco... literario; pero más allá, brumosos, admirables, los picos del segundo y del tercer plano, cada vez más altos y más blancos, hasta las nieves de la cadena más elevada -el verdadero Aconquija-; es un espectáculo que agota toda posibilidad de transmisión verbal. Hay que verlo, y solamente verlo; todo el resto es tentativa inútil. Yo lo he fotografiado, pero sin esperanza; la fotografía es una constancia de forma, pero no de color ni de volumen.
¿Y usted, qué hace... o qué hará? Me gustaría mucho recibir una carta suya. Si, perdonado ya por su bondadoso corazón, decide usted escribirme, hágalo a mi nombre, Corrientes 203, Tucumán. Estoy, hasta el 5 o 6 de febrero, porque más tarde bajaré a Nono y ahí, en verdad, no sé qué dirección tendré. Un amigo me aguarda en el único hotel del pueblito, pero ignoro el nombre del establecimiento. (Si se dispone a veranear, entonces no escriba; sería cruel emplear en correspondencia un tiempo que los cinco sentidos reclaman a gritos).*
Hasta bien pronto, buenas vacaciones, trate de pasear mucho, y diga que NO a todas las circunstancias que pretendan impedírselo. Mis afectos a sus padres, a su tía y a sus hermanos. (Defiéndame un poquito ante ellos, en especial ante su hermana -quien sin duda no me perdona la traición al Jazz y el olvido de mi promesa-. We shall have soon a nice sweet jumping jamboree!)
Su amigo
Julio Denis
*Al decir “correspondencia” me refiero solo a Ud. Para mí ha sido y es gratísimo escribirle.