Por Santiago GarmeNdia

Para LA GACETA - BUENOS AIRES

Ehrich Weisz (Harry Houdini) nació en Budapest en marzo de 1874. Su vida es fascinante, hay miles de biografías, personajes inspirados en sus actuaciones, incluso varias obras de teatro, por caso el éxito de Broadway: Houdini. Una ilusión musical.

El personaje por él creado, no con tinta sino con su propio cuerpo, era la suma del ilusionismo. El engañador increíble viró en mitad de su carrera a detective de trucos. Con algo de remordimiento y fe de converso, se erigió en paladín de los escépticos y llegó hasta el Congreso de los Estados Unidos con una ley contra los embaucadores entre los que descollaban los espiritistas.

Esa combinación de magia, ciencia, escepticismo y credulidad está en Houdini, metódico estudioso de ilusiones, primero para generarlas, luego para denunciarlas. También, en Arthur Conan Doyle; no se debe dejar de lado que es médico y se interesó particularmente en problemas de óptica y oftalmología. Numerosos estudios muestran cómo se valió de las alucinaciones, las difracciones y sus efectos dentro de su obra literaria.

Llama la atención, desde luego, que sir Doyle y su esposa hayan sido autoridades y numerarios importantes entre los “psíquicos”. Justamente quien creó al más popular de los detectives racionales y materialistas, cuyas novelas y relatos sacudieron el goticismo previo. Nunca apeló a un más allá, ningún misterio era más que un secreto.

En Divinos Detectives. Chesterton, Gramsci y otros casos casos criminales, Ramón del Castillo (Castillo, 2022) resalta el papel clave que ha cumplido Sherlock Holmes en la historia de la literatura de suspenso. El detective de Baker Street, junto con el padre Brown -la genial invención de G. K. Chesterton-, son grandes momentos del paso “del fantasma al cadáver” en la literatura. La novela enigma es materialista.

La escisión del autor entre él y su personaje (aunque su conversión fue luego de haber creado y largado al ruedo a Sherlock) fue siempre materia de polémica. El Annotated Sherlock Holmes de William S. Baring Gould apenas menciona una vez en sus más de 1.500 páginas que su autor haya tenido tal credo. En cambio, Chesterton pensaba que esto ensalzaba la figura de Doyle, que tuvo la ética de no contaminar a su detective con sus propias creencias. Señala Ramón del Castillo que ambos expulsaron a los espectros de las historias: “Aunque cada uno creyera en cosas raras, milagros en un caso, espectros en el otro. Fue el propio Chesterton quien, en un escrito de 1936, alabó el gusto de Doyle por no contaminar las historias con sus creencias […] escribió El perro de los Baskerville desde un punto de vista materialista […] creó un ambiente sobrenatural para inducir a los lectores a creer en la existencia de algo que evidentemente no podía existir, pero lo hizo de una forma magistral […] si ya espiritista cuando escribió el cuento habría que felicitarle porque respetó las reglas del género y dejó que Holmes siguiera siendo materialista” (Del Castillo, 1922, p. 21).

Lo de Doyle no fue una locura momentánea. No fue ni lo uno ni lo otro, ni locura ni momentánea. Su creencia se basaba en experiencias, el mundo espiritual, el ectoplasma, las hadas, todos habían dejado rastros y escribían mensajes a través de médiums en condiciones específicas y con la gente indicada. Nunca negó la autoridad de la experiencia que, sostenía él que confirmaba el mundo de los espíritus.

Doyle no revivió a Holmes ni aceptó la propuesta de hacer un escrito sobre Watson cuando ya estaba en su cruzada espiritista porque no quería desviarse de su “trabajo sobre el mundo psíquico”. Escribió muchísimo sobre el tema. El año de la angina de pecho que lo llevaría a la tumba -aunque no a la incomunicación- le escribió a un amigo: “Estoy completamente preparado para irme o para quedarme porque sé que la vida y el amor continúa para siempre” (Barring Gould 1968, p. 18).

Retomando el episodio de 1922, Doyle les había prometido a los magos congresales que iban a sorprenderse con un producto “preternatural”, una incursión de tipo eminentemente psíquico. Señala el periódico The New York Times, dos días después: “Sir Arthur Conan Doyle asistió a una reunión de la Sociedad de Magos Estadounidenses en el Hotel McAlpin de la ciudad de Nueva York el 3 de junio de 1922 para presentar una maravilla a los ilusionistas reunidos, incluido su amigo y presidente de la sociedad, Harry Houdini. Precedió su exhibición diciendo que iba a mostrar a los magos que esperaban criaturas extintas que eran “psíquicas” y “sobrenaturales”.

Eligió cuidadosamente las palabras con las que generaba la expectativa. Lo que proyectó fue un fragmento de una película sobre una novela suya. Ante la vista asombrada de los magos, dos dinosaurios se peleaban a muerte. Doyle no hizo comentario alguno y se retiró. Aclaró el asunto a los pocos días: que en la película sobre su novela El mundo perdido, se presentaba una nueva técnica que después conoceríamos como stop motion.

Ni siquiera los magos pudieron abstraerse de esa atmósfera que conjuga escepticismo y credulidad, y que bien podría llamarse cine, con toda su magia. La amistad entre el mago y el escritor se rompió en ese momento, sinceramente. La carta que publicó Doyle no tuvo respuesta:

“Los dinosaurios y otros monstruos fueron creados mediante cine puro, pero de la más alta calidad, y se utilizan para la película El mundo perdido, que representa la vida prehistórica en una meseta sudamericana. Teniendo dicho material a mano y con la cortesía de Watterson Rothaker que me ha permitido usarlo, no pude resistir la tentación de sorprender a sus asociados e invitados. Estoy seguro de que me perdonarán si durante unas pocas horas los tuve sorprendidos.

Y ahora, señor presidente (de la Sociedad Americana de Magos), la confianza genera confianza y quiero saber cómo hizo usted para salir de ese baúl.

Sinceramente suyo,

Arthur Conan Doyle”.

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Santiago Garmendia – Escritor, doctor en Filosofía.