Más allá de la preocupación por la suba de casos de covid-19 a nivel nacional en los últimos días, la realidad ha vuelto a ser prácticamente la misma que era hasta principios de 2020. Las imágenes de calles desiertas y de caras cubiertas por barbijos ya son parte del pasado, aunque hay efectos menos visibles de la pandemia que tardarán mucho tiempo en disiparse. Por caso, la población de jugadores de rugby a nivel nacional se vio bastante afectada, dado que por su carácter colectivo y su alto grado de contacto, esta disciplina fue habilitada mucho después que otras que podían practicarse en forma individual y con distanciamiento social, como el mountain bike.

Tucumán no fue ajena al fenómeno. Si bien el rugby se vive con una efervescencia particular en esta provincia, todos los clubes sufrieron el impacto en mayor o menor medida, y sufrieron un retroceso en su masa societaria. Sin embargo, los que peor la sacaron fueron los clubes más humildes, los pertenecientes al Desarrollo (tercera categoría a nivel regional) y al llamado rugby emergente, estrato que aglutina a aquellos focos de rugby que surgen de manera espontánea en plazas, descampados, polideportivos y otros espacios, y que no cuentan con la estructura edilicia ni legal propia de un club.

Durante los años previos a la pandemia, el rugby había expandido sus fronteras en el territorio provincial a través del rugby emergente, fortaleciendo su presencia en el interior y llegando incluso a ciudades y pueblos donde a lo único que se jugaba era al fútbol. Hasta 2019, la ovalada se pasaba en 15 de los 17 departamentos de la provincia, a excepción de Burruyacu (que se agregó luego con Benjamín Aráoz Rugby) y Simoca, donde ya había intención de hacerlo.

Sin embargo, cinco años y una pandemia después, el panorama es muy diferente: muchos de esos clubes emergentes han desaparecido, y los que no se sostienen como pueden mientras intentan completar los trámites de personería jurídica y gestionar algún lugar propio donde echar raíces y generar un sentido de pertenencia en sus miembros. Un ejemplo de ello es Santa Ana Rugby Club, que suele entrenarse en algunos espacios públicos o en la cancha del equipo de fútbol de la ciudad.

En parte hay una cultura de la informalidad: en varios de estos focos de surgimiento espontáneo sobran las ganas de jugar al rugby, pero no las de hacer todo lo que implica formar -y sobre todo sostener- un club. En la Unión de Tucumán remarcan que, a diferencia de otros deportes, el rugby no puede ni debe practicarse en la informalidad, por tratarse de un deporte de contacto que debe contar con una correcta enseñanza y una debida cobertura médica.

Generalmente, los clubes emergentes se mantienen por el esfuerzo de unos pocos “hombres orquesta” que hacen muchas veces de jugadores, entrenadores y dirigentes, todo ello sin cobrar dinero y generalmente teniendo que aportarlo de su propio bolsillo. Y ahí viene el otro gran problema: en muchos casos, estos focos de rugby no logran sostenerse por falta de apoyo. Al proliferar en zonas de bajos recursos, no cobran cuota, y la única forma de sobrevivir es con rifas, colectas y donaciones. Allí es donde debe aparecer el Estado a través de los municipios para ayudar a que estos focos espontáneos puedan establecerse como clubes y crecer, sea a través del aporte de materiales, de transporte o de asesoramiento. Eso sí, siempre y cuando se busque brindar un espacio de contención y no transformar estas iniciativas en un instrumento de propaganda política.