Hayao Miyazaki nació en plena Segunda Guerra Mundial, y al igual que sus colegas directores Akira Kurosawa e Isao Takahata y el premio Nobel de Literatura Kenzaburo Oe y su obra tiene inclinaciones bélicas; cómo posicionarse sobre esa cuestión es uno de sus grandes tópicos, junto a las consecuencias económicas y sociales y a los malestares espirituales que fecunda.

Pero el tópico más importante que recorre su cine es la relación entre la humanidad y la naturaleza, como aparece en sus películas más reconocidas. En “La Princesa Mononoke” los dos campos mantienen una relación marcada por el conflicto. El poder del primero intentando subyugar al segundo, que se resiste a su avance. Matiza ese choque para lentamente complejizar aún más la historia. Ashitaka fue maldecido por haber matado a un protector del bosque, pero consigue una fuerza sobrehumana otorgada por la naturaleza; Mononoke es una humana que se percibe a sí misma como una loba y defensora del bosque, que niega su propia humanidad; la líder de la ciudad de metal cuida de enfermos e inválidos al mismo tiempo que hace armas de destrucción; y tanto los humanos como los animales se disputan entre ellos el poder.

En la secuencia inicial de “Ponyo”, cuando ella sale de casa y surca las profundidades, se encuentra con una red que, intentando recoger peces, atrapa basura. Esa imagen es recurrente: el espíritu del río en “El viaje de Chihiro” parece un monstruo de lodo o un dios hediondo, que retoma su forma divina cuando logran limpiarlo, es decir, cuando le sacan todos los desperdicios. Hay una lógica de reciprocidad entre una humanidad tácita y el mundo de los espíritus. El carácter de los seres humanos se siente pero no se ve, tiene un alcance tan profundo dentro de la idiosincrasia del mundo de los espíritus que logran afectarlo de manera indirecta, con los malestares de las sociedades contemporáneas encontrando su forma de ingresar a otro plano.

Un ejemplo contundente es que los dioses requieran de un tren para ir de un lado a otro. El Sin-Cara (metáfora de la inabarcable codicia humana) sólo hace acto de aparición junto a Chihiro, y es ella quien lo deja entrar. Los del mundo espiritual también pueden ser avariciosos como la dueña del balneario. Y hay otras formas de expresar de manera latente la dialéctica entre lo humano y lo natural o espiritual. Es ahí donde, de alguna forma, ingresa la estética steampunk con una vuelta de tuerca, el misticismo.

“El viaje de Chihiro” tiene un espectacular sistema de aguas termales; en “La Princesa Mononoke” hay armamento a base de pólvora, pero el mejor ejemplo es “El Castillo Ambulante”, un invento que parece sacado de la revolución industrial con estética victoriana, una fantasía movida por un fuego con vida propia.

La trama de esta producción se desarrolla durante una guerra entre dos bandos humanos. Howl es testigo de los estragos que sufren los entornos naturales al mirar los campos de batalla. Una metáfora que refleja la ambigüedad y el poder de las imágenes de “El Castillo Ambulante” está en el flashback de este personaje egoísta. Por su libertad actúa de forma mercenaria, pasando de un bando al otro; él entregó su corazón para convertirse en un arma muy poderosa y vimos su transformación, así como también del presagiado final manifestado en la bruja del Páramo.

El sistema político criticado por Miyazaki, el capitalismo, tiene un funcionamiento de oprimido y opresores, diría Carlos Marx, donde el primer grupo vende su fuerza de trabajo y se convierte en un número. El propio sistema pasa a ser un elemento encomiable en “El viaje de Chihiro” donde existe la dialéctica marxista: el balneario donde trabaja no dista de la imagen de una fábrica, con sus capataces y sus obreros explotados, deseosos de escapar. Todos son consumidos por la avaricia.

¿Y dónde queda la esperanza? Después de tantos tsunamis, bosques devastados, ciudades destruidas y almas atrapadas, Miyazaki la recupera un poco, en el reencuentro entre la humanidad y la naturaleza. Cuando la princesa de los mares y un niño humano se aman, se reconcilian las aguas con la tierra. Cuando las guerras terminan, los soldados pueden recuperar sus corazones y volver a casa. Cuando las almas atrapadas de los humanos logran salir del mundo de los espíritus.

¿Y qué sucede? Ahí es donde el final de “La Princesa Mononoke” se destaca. Cuando Ashitaka y Mononoke comprenden que aunque se aman no pertenecen a los mismos mundos. La vegetación comienza a crecer otra vez, los humanos derrotados piensan en enderezar su camino y redimir el pasado: la senda para salvarnos es volver a entablar la humanidad/naturaleza en un proceso largo, así como hace Miyazaki al dejar que los últimos segundos de sus películas sean los entornos naturales.

“Mi Vecino Totoro” podría ser tranquilamente una continuación de los postulados de todas las anteriores porque nos muestra cómo sería el mundo reconciliado. Se acabaron las guerras, no hay conflictos, no hay deforestaciones, no existe el egoísmo, ni los miedos y hay una gigantesca inocencia y ternura invadiendo la película.

Y esta idea también invade su aspecto formal. No tiene ninguno de los elementos que definen comúnmente a las películas, incluso dista de las otras. No tiene conflicto narrativo, estructura marcada, protagonistas, contrincantes... fluye como el viento, con una especie extraña de energía que hace del tiempo, agua. Los personajes tienen conciencia de que existen los espíritus, saben cómo actuar cuando están, ninguno necesita verlos para comprender que están ahí.

También hay reciprocidad. Cuando Satsuki le presta el paraguas a Totoro en la escena de la parada del ómnibus, él les da semillas para que planten. Hay una idea de respeto, pero también de juego: los espíritus, los dioses y los humanos se rozan para hacerse un bien, para intercambiar, para mejorar.

Miyazaki crea un territorio idílico, donde lo utópico y lo tradicional se ha mezclado. Está con los pies en el suelo, consciente del mundo que lentamente se desmorona, pero su mirada está en el cielo, donde habitan sus castillos, sus aviones, y el mundo mejor al que apela.